sabato 29 dicembre 2012

La verità di Anouilh

Oggi è la festa di san Tommaso Becket. Infatti il 29 dicembre 1170, cioè 842 anni fa, l’arcivescovo Tommaso Becket è stato assassinato nella cattedrale di Canterbury. “San Tommaso Becket, Vescovo e Martire”, è adesso il suo nome ufficiale.

Nel secolo XX, due testi teatrali di grande fortuna hanno reso omaggio alla sua figura: Assassinio nella cattedrale, di Eliot, e Becket o l’onore di Dio, di Jean Anouilh. Il film Becket, un capolavoro degli anni sessanta, con Peter O’Toole e Richard Burton, è un adattamento cinematografico dell’opera di Anouilh.

Libertino in gioventù e oracolo della giustizia divina nell’età adulta, il Becket di Anouilh non coincide esattamente con il Becket reale, il quale, pur rimanendo sempre sostanzialmente fedele ai suoi impegni clericali, nel corso della vita ha commesso grossi errori, sia morali che politici. È vero però che a un certo punto, quando è diventato arcivescovo, c’è stata in lui una singolare presa di coscienza del suo ruolo, e con ciò una radicale scelta di campo per “l’onore di Dio”. Infatti la storia del suo rapporto con il re Enrico II è una sorta di anteprima della vicenda che quattro secoli dopo vedrà protagonisti gli omonimi Tommaso Moro ed Enrico VIII.

“Il re è la legge scritta, ma c’è un’altra legge, non scritta, che finisce sempre per far chinare il capo del re”, fa dire Anouilh a Becket. Non a caso Anouilh è anche autore di una versione di Antigone.

Ma quanti credono oggi a questa legge non scritta? Quanti credono a una verità morale eterna e universale, che non cambia anche se si allargano o si restringono le maglie del codice penale, anche se vengono depenalizzati il falso in bilancio o l’interruzione della gravidanza, l’evasione fiscale o la pedofilia?

Enrico II ha chinato il capo, d’accordo: dopo l’assassinio di Becket si è ravveduto e ha fatto penitenza pubblica. Dicono che il secolo XII è stato, più che qualsiasi altro del Medioevo o dell’Età Moderna, il secolo della fede, e ciò probabilmente fa la differenza tra Enrico II e i vari “re” di oggi, compreso quel piccolo re eretto a modello di vita pratica che è l’uomo autonomo e individualista delle società secolarizzate.

“Il secolo XXI sarà religioso o non sarà”, disse a suo tempo Malraux, ma non so se le cose stiano andando per quel verso. Comunque la verità di Anouilh, cioè quella verità nobilitante di Becket e del suo sacrificio nell’altare dell’onore di Dio e della legge non scritta, non perciò è meno vera.

sabato 15 dicembre 2012

¡Demonios!

En este año consagrado como Año de la Fe, proponer la lectura de La fe de los demonios, de Fabrice Hadjadj (Nuevo Inicio, 2011), no es una provocación: simplemente, hasta ahora no lo había leído y no había podido recomendarlo.

La fe de los demonios parte de la constatación de que los demonios, por malos que sean, creen en Dios: “También los demonios creen”, se lee en la Biblia a propósito de la necesidad de las obras para la salvación.

Hadjadj, converso, no solo cree en Dios: evidentemente, también cree en los demonios. Como esto no es algo demasiado común, aclaro que también la Iglesia cree en ellos (véanse, en el Catecismo de la Iglesia Católica, los puntos 391 y siguientes). Hadjadj se los toma muy en serio, lo que no está reñido con el buen humor. También cosas tan tremendas como el combate entre ángeles y demonios del que cada alma es objeto se pueden tratar con socarronería: “Si viéramos en frente de nosotros”, escribe Hadjadj, “lo que se trama por encima de la permanente de una portera quedaríamos mucho más sobrecogidos que por la mayor superproducción de Hollywood”.

Fabrice Hadjadj, brillante, todavía joven, es un Maritain del siglo XXI. Lástima que a veces le traicione un gusto excesivo por la paradoja. Por ejemplo, su discurso sobre la fe de los demonios incluye la crítica de ciertos creyentes muy seguros de sí mismos, pero esa crítica puede resultar en ocasiones un tanto maximalista: “Entonar «Creo en Dios» sin abandonarse a Dios personalmente, sin ofrecerse por entero, como el ruiseñor que pone todo su pequeño ser en cantar sus trinos durante la noche, es correr el riesgo de la más grave falsedad”, dice. De acuerdo, pero ¿quién puede decir honestamente que se ha ofrecido “por entero”, que realmente se ha abandonado del todo en Dios? En vez de imponer el logro de esas metas so pena de incurrir en “la más grave falsedad”, ¿no sería más realista animar a esforzarse, a bregar por alcanzarlas?

El libro toca muchos temas. Es interesante, por ejemplo, la reflexión sobre la aversión de los demonios, espíritus puros, a la fisicidad, en contraposición con el apoyo que parece buscar siempre la gracia en lo material. En relación con la inevitable figura del “cura gordo” que administra los sacramentos, Hadjadj advierte juiciosamente sobre los límites de lo virtual y, más en general, de los medios de comunicación de masas: “esos medios pesados, superiores cuando se trata de vender una mercancía, son inferiores cuando se trata del testimonio de la fe”. Paradójicamente, dice Hadjadj, es en el orden espiritual donde más importancia tiene la presencia física.


La fe de los demonios termina con un estimulante apartado final, «Que se cante el Credo» (pp. 271-274): lo aconsejo, especialmente en este Año de la Fe, como introducción al Credo (no a su contenido, sino a su espíritu). Ahí los demonios han desaparecido: ahí somos nosotros, pobres criaturas de carne y hueso, quienes nos confrontamos con la fe.


venerdì 30 novembre 2012

Aunque fuera ciega

Llevaba cinco minutos arrastrando mi maleta por los pasillos de Barajas, cuando una chica que iba unos tres metros por delante se paró y se volvió hacia mí.

“¿Sabe cómo se va al metro?”

Me detuve a su altura.

“No, no soy de Madrid”, le respondí, “pero está indicado”.

“Ya, pero yo no puedo verlo”.

Solo entonces me di cuenta: sus ojos eran opacos como chinchetas. Me quedé un poco cortado, para qué negarlo, aunque ella no parecía sentirse agraviada.

“No, si yo sé ir”, siguió diciendo, “lo he hecho ya otras veces. Pero estoy más segura si voy con alguien”.

“Vale, pues a ver si entre los dos lo conseguimos”. Me halagaba el hecho de que una mujer joven confiara en mí, aunque fuera ciega.

La chica empezó a andar a buen paso, ayudada por una vara blanca con la que iba barriendo el espacio que tenía delante, en previsión de posibles obstáculos. Cuando llegaba a un tramo de tapis roulant no dejaba de caminar, y si había alguien parado lo detectaba antes de que la vara tropezara con él: aminoraba un poco la marcha, restringía el barrido de la vara por el lado de la persona parada, para no tocarla, se deslizaba por el lado que quedaba libre y volvía a caminar deprisa. Yo iba detrás de ella.

“¿De dónde vienes, sin maletas?”, le pregunté.

“Vengo de la terminal nada más”, declaró. “He venido a despedir a mi novio, que se iba de viaje”.

Ris ras, ris ras… La vara recorría con precisa regularidad las estrías del tapis roulant.

“Esto es muy largo, tú”, le dije.

“Sí, ya lo sé, lo he hecho otras veces: se va recto un rato largo y luego se tuerce a la izquierda”. Y añadió: “Pero si no voy con alguien, igual me paso. Gracias”.

“De nada, porque yo voy al metro también”.

Ris ras, ris ras… Al fondo, una flecha desviaba hacia la izquierda a quienes iban al metro.


“¿Es aquí?”, preguntó.

“¡Sí, qué buena memoria!”. Darle coba era un modo de dármela a mí mismo: que una mujer joven confiara en mí me hacía sentirme importante, aunque fuera ciega.

Había que bajar unas escaleras mecánicas. Delante de la embocadura, un panel portátil informaba de una estación cerrada por obras.

“Ojo, aquí hay una cosa”. Y le agarré un momento de la manga para ayudarle a sortear el obstáculo.

Llegamos a la estación de metro. Yo miraba por todas partes sin sacar en claro hacia dónde tenía que ir.

“¿Tiene billete?”

“No. Si te quedas aquí, voy a comprarlos”.

“Yo ya lo tengo, no hace falta, gracias”. Y tras una pausa brevísima repitió: “Muchas gracias. Adiós”. Y sin dejar de sonreír marchó hacia el andén.

Me encaminé, no sin cierta satisfacción, a la taquilla, que finalmente había localizado.

Me halagaba el hecho de que una ciega hubiera confiado en mí, aunque fuera joven (ella).

venerdì 16 novembre 2012

Ungaretti: poeta perché soldato

Nel mese di agosto ho trascorso alcuni giorni in un paesino di montagna della provincia di Brescia, in un ostello accogliente e in bella compagnia di persone e di libri. Tra questi, una antologia di Ungaretti curata da Giovanni Raboni tanti anni fa per Mondadori: Vita d’un uomo. Il titolo è lo stesso dato da Ungaretti all’insieme della sua opera, ma questa è soltanto una antologia di un centinaio di poesie.
Giuseppe Ungaretti ha combattuto nella prima guerra mondiale. Dal posto dove mi trovavo, certe gite mi hanno condotto ad alcuni scenari di quella guerra che adesso, con i ghiacciai ritirandosi sempre più velocemente, rivelano le loro antiche trincee dopo anni di nascondimento. Sulla cima del Vioz si vedevano baracche e camminamenti dell’esercito austriaco appena riemersi dalla coltre di ghiaccio, e un elicottero che faceva avanti e indietro per trasportarvi il materiale atto per le prospezioni.
Oggi la nostra Europa, l’Europa del nobel della Pace, vede le vestigia di quella guerra con un misto di ammirazione e di tenerezza. Ungaretti vedeva sicuramente poco da ammirare in se stesso quando scriveva quei quattro versi lapidari:
Si sta come
d’autunno
sugli alberi
le foglie.

Del giovane Giuseppe Ungaretti, la guerra ha fatto un poeta. Poi, dopo un cupo periodo intermedio di dichiarazioni di stanchezza e di inni alla morte, altre esperienze, come la morte della madre o del figlioletto Antonio, di nove anni, nel 1939, hanno dato luogo a poesie strazianti, bellissime, intrise addirittura di comunione con il divino. Ma la poesia in lui non nasce con quei sentimenti sublimi e laceranti: era nata dal grembo della guerra, come un fiore che spunta dallo sterco.
È il bello della poesia; oppure, se vogliamo, è il bello di questo mondo schifoso.

domenica 28 ottobre 2012

A proposito di Ratzinger: la libertà redenta

Il cardinale Kurt Koch, classe 1950, è un teologo che il cosiddetto destino ha messo prima a capo della diocesi di Basilea e poi  del Pontificio Consiglio per la Promozione dell’Unità dei Cristiani. Nel suo caso il destino si chiama il capitolo del duomo di Basilea, per il primo avatar (a Basilea c’è una consuetudine secondo la quale il vescovo viene eletto dai canonici, anche se poi chi lo nomina è il Papa); e naturalmente Benedetto XVI, per il secondo.
Il mistero del granello di senape (Lindau, 2012) è un suo volume di 400 pagine sulla teologia di Joseph Ratzinger, ovvero Benedetto XVI. Di lui Koch è un deciso sostenitore, e sottolineo la parola deciso (che sia un sostenitore è scontato, essendo stato dal Papa nominato per il posto in Vaticano). Per esempio, Koch è l’anima delle riunioni estive di discepoli di Ratzinger che si tengono tutti gli anni a Castelgandolfo.
Koch smise tempo fa i panni di teologo di grido per diventare pastore, ma il suo background di teologo lo rende particolarmente efficace quando, da pastore, deve affrontare certi lupi travestiti di teologi come Hans Küng e Hermann Häring, critici feroci di Benedetto XVI e bersaglio del più lungo dei saggi contenuti in questo volume. Altri saggi pure degni di nota, meno polemici ma secondo me forse più interessanti, sono i dedicati alla teologia della storia di san Bonaventura e al senso cristiano della libertà, sempre nel pensiero di Ratzinger.
Una idea che percorre tutto il libro, e anche uno dei capisaldi della diatriba contro Häring, è che la Bibbia non parla soltanto del passato, cioè del momento della stesura dei suoi vari frammenti, ma del presente, perché nella Bibbia parla Cristo. Ad alcuni credenti sembrerà ovvio, ma comunque anche se lo è va esplicitato: la Bibbia parla di noi. De te fabula narratur, si diceva una volta.
Ciò si ricollega a una verità che nel medioevo insegnava Bonaventura in polemica con Gioacchino da Fiore, ripresa ora da Ratzinger nei confronti di certi messianismi postconciliari, e cioè che la rivelazione di Dio avviene nella storia, ma è soprastorica. Quindi mai su questa terra raggiungeremo il punto omega del nostro essere: siamo condannati a questa esistenza nostra che sappiamo stentata e imperfetta. Eppure…

Eppure siamo liberi, proprio perché Cristo redentore, cioè liberatore, c’entra con il nostro presente e non soltanto con la Palestina di duemila anni fa; ed è grazie alla libertà che possiamo guadagnare la sponda di quella esistenza soprastorica, divina, da tutti agognata.
“La libertà è un trampolino di lancio per tuffarsi nel mare infinito della bontà divina”, ha detto una volta Benedetto XVI, in visita a un carcere minorile, “ma può diventare anche un piano inclinato sul quale scivolare verso l’abisso”. Da qui il discorso sulla “libertà redenta”, espressione ridondante ma luminosa, molto amata da Ratzinger.
Come a quei ragazzi le mura del carcere, anche a noi la gabbia dell’esistenza terrena ci sta stretta, non è vero? Eppure...


domenica 14 ottobre 2012

Fede e verifica secondo Ratzinger

Tra i fatti storici caratterizzanti la nostra società, la crisi del cristianesimo è uno dei più evidenti. La Chiesa perde pezzi, l’individualismo morale e religioso dilaga. Perciò la lettura di un libro come Guardare Cristo, del Ratzinger non ancora Papa (Jaca Book, 1989), mi sembra estremamente utile per orientarsi tra le svolte o pseudo svolte del momento presente. La sua origine nella predicazione (un ritiro per sacerdoti di Comunione e Liberazione) non deve trarre in inganno: Guardare Cristo è anche una luminosa analisi fenomenologica sul luogo della fede nel contesto culturale odierno.

Dopo un magistrale confronto tra l’agnosticismo oggi dominante e la fede (l’agnosticismo risulta più squisito intellettualmente, ma è esistenzialmente inconcludente), Ratzinger rivolge uno sguardo al passato. “La Chiesa antica dopo la fine del tempo apostolico”, scrive, “sviluppò come Chiesa un’attività missionaria relativamente ridotta, non aveva alcuna strategia propria per l’annuncio della fede ai pagani”. Eppure “il suo tempo divenne un periodo di grande successo missionario”. La conclusione è ovvia, come altrettanto ovvia è la differenza tra il cristianesimo primitivo e quello degli ultimi decenni. “La conversione del mondo antico al cristianesimo non fu il risultato di un’attività pianificata, ma il frutto della prova della fede nel modo come si rendeva visibile nella vita dei cristiani e nella comunità della Chiesa (…). Viceversa l’apostasia dell’età moderna si fonda sulla caduta di verifica della fede nella vita dei cristiani”. Dove per “apostasia” si deve intendere, mi sembra, “agnosticismo”, cioè l’atteggiamento che, malgrado i suoi limiti pratici nei confronti della fede, oggi trova un così largo consenso tra le coscienze.

C’è di più. “La nuova evangelizzazione, di cui abbiamo oggi così urgente bisogno, non la realizziamo con teorie astutamente escogitate: l’insuccesso catastrofico della catechesi moderna è fin troppo evidente”. E chi scrive queste parole è lo stesso Joseph Ratzinger che, come Papa, ha creato un pontificio consiglio e ha indetto un sinodo per la nuova evangelizzazione. Non so cosa penseranno, i padri sinodali riuniti a Roma, di parole così pessimistiche del loro datore di lavoro.

E allora? Allora non ci resta, a noi credenti, che prendere sul serio la questione della verifica della fede nella propria vita: “Soltanto l’intreccio tra una verità in sé conseguente e la garanzia nella vita di questa verità può far brillare quell’evidenza della fede attesa dal cuore umano; solo attraverso questa porta lo Spirito Santo entra nel mondo”, dice Ratzinger. E naturalmente non sta parlando soltanto della vita dei sacerdoti: parla di sacerdoti, religiosi e laici; quindi anche di me.

La Chiesa è programmaticamente santa (una, santa, cattolica, apostolica), ma sociologicamente talvolta non lo sembra. Nel calendario liturgico c’è una settimana in cui i fedeli sono invitati a pregare per l’unità della Chiesa, la cosiddetta settimana per l’unità dei cristiani. Ci vorrebbe, secondo me, qualcosa di simile per la santità della Chiesa; ovvero per la santità dei cristiani, che in questo senso (in senso sociologico) è la stessa cosa.

sabato 29 settembre 2012

Pagnol entre la novela y el cine

La hija de los manantiales se lee de un tirón. Una vez que la primera parte de la novela, Jean de Florette, ha creado el mundo en el que situarse, una vez que ha mostrado en detalle todos los elementos físicos y humanos del escenario, el desenlace de la historia es una cascada imparable, un vértigo catártico de emociones hasta el sorprendente final.

Manon, la pastora de cabras, saldrá victoriosa: vengará la muerte de su padre y acorralará a sus enemigos. “Hay que tener muy podrido el corazón para negarse a hacer un milagro cuando el Señor te lo permite”, espeta en cierto momento a todo el pueblo, que ha sido cómplice pasivo del Papet. El milagro era el agua, aquella agua que la tierra había negado obstinadamente a su padre.

Contemporáneo de Pagnol es Saint-Exupéry, que además, aunque nacido en Lyon, era de origen provenzal, si no me equivoco. En Ciudadela habla, en cierto momento, de una ciudad que se ha encerrado tras sus murallas en torno a un pozo del desierto, y a la que solo se puede acceder haciendo que lo que da sentido a aquellas murallas deje de tenerlo: por ejemplo, creando un lago fuera de las murallas.

Bueno, pues eso es lo que hace Manon, y en su gesta sencilla y humana hay ciertamente algo de milagroso, de sublime. No cuento nada más, porque la historia ha de ser descubierta personalmente por cada uno. Solamente aconsejo la lectura.

Naturalmente, aconsejo también la visión, porque de las dos partes de El agua de las colinas hay dos películas bastante buenas, al menos para mi gusto. Las rodó Claude Berri en los años ochenta, y seguramente son más conocidas que el libro, entre otras cosas por su reparto: Yves Montand, Gérard Depardieu, Emmanuelle Béart…

El agua de las colinas, ya que estamos en materia —con el cine hemos topado—, es un producto bien singular, pues no nació como novela, sino como guión. En los años cincuenta, en efecto, Pagnol escribió —y dirigió— dos películas con la historia de Manon, y diez años después convirtió esa misma historia, con algunos cambios, en dos novelas. Es decir, el díptico de Berri es cine basado en novela que a su vez se basa en cine.

sabato 15 settembre 2012

La Provenza de Marcel Pagnol

No sé cómo se llama una novela formada por dos libros. ¿Díptico? La de tres es una trilogía; la de cuatro, una tetralogía; la de dos, no lo sé.

El agua de las colinas, de Marcel Pagnol (1895-1974), compuesta por Jean de Florette y La hija de los manantiales, sería una de esas novelas. Es muy distinta de otras en las que uno puede pensar, por ejemplo el Quijote: en esta, tanto la primera como la segunda parte tienen por protagonista a Don Quijote; en El agua de las colinas, en cambio, cada parte tiene su propio protagonista. En castellano, que yo sepa, hay solo una edición de hace muchos años, en la colección Novelas y Cuentos (Magisterio, 1977). Es una novela que se merecería algo más.

Pagnol ambienta su historia en Provenza, su tierra de origen. Tierra de trovadores, orgullosamente mediterránea, indiferentemente francesa, tentadora tras sus fronteras abiertas. Los condes de Barcelona en la Edad Media y Mussolini en 1940 intentaron arrebatarla a la esfera de influencia de la langue d’oil, en ambos casos sin éxito. Para los primeros, la unión del valle del Ebro y el del Ródano resultó imposible por la tensión geopolítica del valle del Garona, que se encaja entre ambos y corre en otra dirección; y también por la tensión religiosa generada por el catarismo albigense, que los Capetos tomaron como excusa para bonificar a su gusto la región. Pero Provenza sigue siendo hoy un recuerdo vivo en Barcelona: en el Eixample, entre las calles que recuerdan la geografía de la antigua Corona de Aragón (Aragón, Valencia, Mallorca, Rosellón, Cerdeña, Sicilia, Nápoles…), no falta un “carrer de Provença”.

Jean de Florette, volviendo a la novela, es el nombre del padre de Manon. Bueno, su nombre es Jean: Florette es el de su madre, porque los personajes de esta historia no llevan un nombre y un apellido: llevan su nombre y el de su madre. Me parece muy sabio: quién es tu madre dice mucho más de ti que quién fue el antepasado por línea paterna que fijó su apellido y el tuyo.

Jean es uno de esos tipos que me gustaría tener como amigo: idealista, trabajador, hospitalario, culto… También ingenuo, reconozcámoslo: tiene algo de cátaro, al menos en su sentido etimológico de “puro”. Eso sí, cuando las cosas no le vayan bien pasará de la ingenuidad a la desesperación; y acabará bebiendo y maldiciendo a Dios.

El Papet, su antagonista, es de otra pasta. Ambicioso y carente de escrúpulos, es también, sin embargo, un hombre marcado a fuego por el dolor, un dolor que el destino, en cierto momento, convertirá en expiación. Esto en realidad pertenece ya a la segunda parte: a la historia de Manon. Pero discurre subterráneamente también en la primera, como esa agua de las colinas que Jean de Florette busca bajo sus pies; como esas corrientes de dolor que todos sentimos alguna vez y que quizá desearíamos cegar, aunque nos hablan de amor.

venerdì 31 agosto 2012

Thomas Mann in esilio

Correva l’anno 1933, e trovandosi in viaggio in Svizzera per un giro di conferenze, Mann ha saputo dell’avvento al potere di Hitler in Germania. A quel punto ha deciso di non tornare in patria. La decisione sarà revocata soltanto dopo la seconda guerra mondiale, e così Giuseppe in Egitto e Giuseppe il nutritore, parti terza e quarta di Giuseppe e i suoi fratelli, saranno scritte in esilio, tra la Svizzera e gli Stati Uniti.

Per la verità, anche le due prime parti, Le storie di Giacobbe e Il giovane Giuseppe, non ancora pubblicate all’inizio del 1933, si vedranno investite dalle circostanze politiche, ma grazie a Dio il pericolo peggiore, che era quello della distruzione, sarà evitato. La casa di Monaco di Thomas Mann è subito requisita dalla polizia, ma i manoscritti sono presto messi in salvo grazie al sangue freddo della figlia Erika, che effettua una audace incursione nella casa e li porta via. Saranno pubblicati negli anni 1933 e 1934.

Si può dire che a questo punto la biografia dello stesso Mann entra in sintonia con l’avventurosa vicenda del simpatico personaggio biblico: entrambi conoscono una sorta di discesa agli inferi. Infatti nelle prime pagine di Giuseppe in Egitto c’è un riferimento esplicito a questa situazione: come Giuseppe a un certo punto, dopo essere stato venduto dai fratelli, arriva in Egitto in esilio forzato, scrive Mann, così l’autore, proprio quando si avvia a raccontare quel momento della vita di Giuseppe, ha dovuto prendere la strada dell’esilio.

Ma Giuseppe, come sa chi ha letto la Bibbia, conoscerà ancora una seconda discesa agli inferi, per via del famoso incidente con la moglie di Potifar. È un fatto interessante, oltre la sua evidente morbosità. René Girard, per esempio, ha rilevato l’analogia tra Giuseppe e Edipo, riscontrabile pure, secondo lui, in altre figure mitiche di ambiti culturali molto diversi. Come il tragico personaggio greco, Giuseppe è innocente ma viene presentato —agli egiziani— come autore di un delitto sessuale che infrange le fondamenta dell’ordine sociale. Ma attenzione, dice Girard, in Giuseppe (e cioè nella Bibbia) c’è una specificità, c’è una differenza radicale con le storie di Edipo e consimili malcapitati: lui alla fine sfuggirà il destino, supererà la maledizione che la sua pseudo colpa gli impone.

Infatti, dopo questa seconda discesa agli abissi risalirà non già fino alla casa di Potifar, ma fino alla corte del faraone. La storia è conosciuta, o almeno dovrebbe esserlo. Comunque vale la pena di leggerla, sia nella Bibbia che nella versione di Thomas Mann, anche perché è proprio nel raccontare queste oscillazioni capricciose della fortuna dove l’arte letteraria di Mann, che non lascia niente al caso e tutto ordina con precisione e rigore, forse più alto vola.

venerdì 17 agosto 2012

Thomas Mann: una lettura della Bibbia

Esistono le trilogie, storie in tre libri, molto amate dagli autori inglesi e francesi. Ed esistono pure le tetralogie, amate piuttosto, mi sembra, dagli scrittori tedeschi: quattro romanzi che compongono una unica storia. Per esempio, quel capolavoro di Thomas Mann che ha per titolo Giuseppe e i suoi fratelli, reperibile, in italiano, in una bella edizione di Mondadori in quattro volumi con cofanetto (2006).

Giuseppe e i suoi fratelli, che ha impegnato Mann per ben due decenni della sua vita, dal 1924 al 1943, ha complessivamente duemilatrecento pagine. Ma nella Bibbia che ho in casa il racconto delle vicende di Giacobbe e Giuseppe, che è la materia della tetralogia di Mann, di pagine ne occupa quaranta. Quindi possiamo dire, con barzelletta banale, che il Mann, che in tedesco sta per l’uomo, ha messo parecchie sue parole sopra la Parola di Dio.

Sì, certamente lo ha fatto; ma lo ha fatto molto bene. Mann ha studiato tantissimo l’antichità mediorientale, e in particolare le religioni; poi ha stabilito un preciso scopo di argomentazione (una riappropriazione del mito in senso umanistico, di fronte all’apoteosi dei miti pagani nella Germania prebellica); e infine si è votato a tessere in tutti i possibili particolari, con la sua scrittura torrenziale e affascinante, ciò che può essere stato la storia di Giuseppe.

Per esempio, nel secondo volume, Il giovane Giuseppe (il primo è Le storie di Giacobbe), Mann ci fa immaginare la formazione che ha impartito a Giuseppe un vecchio maestro sapienziale di nome Eleazar. È un episodio che trovo molto gustoso:

«“Dimmi, o figlio della Giusta”, gli domandava quando sedevano insieme all’ombra dell’albero degli ammaestramenti, “per quali tre ragioni Dio creò l’uomo per ultimo, dopo tutte le piante e tutti gli animali?” Giuseppe doveva allora rispondere: “Dio creò l’uomo per ultimo in base a tre ragioni: perché nessuno potesse dire di averlo aiutato nella creazione; perché l’uomo conoscesse l’umiltà e dicesse a se stesso: ‘Il moscone mi ha preceduto’; e infine perché l’uomo potesse subito sedersi a tavola come l’ospite per cui tutti quei preparativi erano stati fatti”».

Devo dire che forse non tutto in Giuseppe e i suoi fratelli è compatibile con la esegesi cattolica del libro della Genesi; ma probabilmente in una percentuale molto alta lo è. Ovviamente i discorsi tra Eleazar e Giuseppe lo sono. Mann comunque era protestante, per cui non si faceva scrupolo di interpretare liberamente la Bibbia.

In realtà, a me piacerebbe che anche in questo altri scrittori imitassero Thomas Mann. La Bibbia offre tante belle storie che chiedono di venire ripresentate! Penso, per esempio, alla parabola del figliol prodigo, che si potrebbe espandere moltissimo, a cominciare dalla storia della madre (dico io che il figliol prodigo avrà avuto, oltre al padre, anche una madre, no?), e che tanto potrebbe aiutarci a mettere a fuoco in senso trascendente le nozioni, per noi uomini decisive, di colpa e misericordia.

domenica 29 luglio 2012

La fede cristiana spiegata da Lewis

“Non perdere il tempo a pensare se ami o meno il prossimo: comportati come se lo amassi”. È una delle tante idee di un piccolo capolavoro dell’apologetica del XX secolo che ha per autore C.S. Lewis e per titolo Il cristianesimo così com’è. In Italia si trova nel catalogo di Adelphi.

Nato dalle varie puntate di una trasmissione radiofonica andata in onda negli anni quaranta, ha un linguaggio spigliato ma preciso, ironico ma accogliente. Non è soltanto un’opera di divulgazione, è una riflessione sulla fede con tanti spunti originali, d’autore.

Soltanto l’uomo che si propone di combattere tenacemente il male —dice per esempio Lewis a un certo punto— può conoscere la portata della propria depravazione; colui che invece si arrende alla tentazione dopo cinque minuti non s’immagina la forza che quella stessa tentazione può raggiungere dopo un’ora. E io penso che è per ciò che i santi parlano così male di se stessi. Comunque il ragionamento di Lewis non finisce qui: di fronte alla pressione del male —continua— non ci resta che lasciar fare a Dio, e ciò è fede. E a me sembra, nella sua semplicità, una bella definizione di fede: se Dio è Dio, credere in Dio significa lasciarlo fare nella propria vita.

Il cristianesimo così com’è ha più di sessant’anni, e ovviamente non si confronta con alcune questioni recenti che adesso forse ci sembrano determinanti per il futuro della religione; ma è meglio così, perché in realtà non sono per niente determinanti. Che aggiunge o che toglie ai dati essenziali del cristianesimo l’accettazione sociale della convivenza extramatrimoniale, della contraccezione, dell’omosessualità? Che aggiungono o che tolgono alla verità del vangelo il caso Milingo o le carte di Vatileaks? Niente.

Il mistero di Cristo va affrontato nella sua sostanza, senza sofisticazioni e senza mistificazioni: così com’è.

domenica 15 luglio 2012

En el espejo del teatro

Un título como La barca sin pescador hace pensar enseguida en un libro confesional. En la imaginería católica, la barca es la Iglesia y el pescador por antonomasia es san Pedro. Si además nos dicen que en el libro el causante de que la barca esté vacía es el demonio, nos imaginaremos enseguida que La barca sin pescador es un ensayo polémico de tipo lefebvriano o algo por el estilo.

Naturalmente, no es un alegato lefebvriano lo que más me apetece comentar en esta sede. Y naturalmente, La barca sin pescador no lo es: es una obra de teatro de Alejandro Casona. Estrenada en 1945, fue uno de los grandes éxitos de Casona en Argentina, adonde había marchado tras la guerra de España. He visto una edición reciente en un volumen de pequeño formato (Edaf, 2009).

El teatro de Casona, dicen algunos, quiere ser poético, como el de García Lorca, pero solo es sentimental. La barca sin pescador demuestra, en cambio, que Casona es sentimental, pero también poético. De acuerdo, alguna vez hay notas falsas, incluso hay atisbos de cursilería, porque también Casona, como Homero (y como García Lorca, vamos a decirlo todo), de tanto en tanto dormita; pero el tono general de la obra, tanto por lo que hace a la palabra como a la acción escénica, me parece sugestivamente puro.

Sale el demonio, he dicho. Interesante personaje, que nadie sabe muy bien realmente cómo es. Casona lo representa con rasgos bastante humanos, y creo que hace bien. Hay un punto de Camino que me trae inmediatamente a la memoria al demonio de La barca sin pescador: “El mundo, el demonio y la carne son unos aventureros que, aprovechándose de la debilidad del salvaje que llevas dentro, quieren que, a cambio del pobre espejuelo de un placer —que nada vale—, les entregues el oro fino y las perlas y los brillantes y rubíes empapados en la sangre viva y redentora de tu Dios, que son el precio y el tesoro de tu eternidad”. El sacerdote y poeta Ibáñez Langlois glosa con entusiasmo en uno de sus libros esa hermosa metáfora de Escrivá de Balaguer, tan eficaz para expresar la triste realidad del pecado como estafa.

También el drama de Casona es una bella alegoría de esa verdad moral. Ricardo Jordán, el protagonista, la experimenta en su propia carne. Pero además nosotros, el público lector o espectador, si somos sinceros con nosotros mismos, la reconocemos también como algo propio: como la comedia de los actores de Elsinor, espejo de la vida, interpela a la madre y al tío de Hamlet, La barca sin pescador, igualmente imagen de nuestra vida, nos reclama, nos conmueve y nos hiere.

sabato 30 giugno 2012

Viktor Frankl: trascendencia e ironía

Hay un libro que he aconsejado a muchas personas y que para mí ha sido una lectura capital. Como se ha vendido por millones de ejemplares, supongo que mi experiencia no es insólita. Me refiero a El hombre en busca de sentido, de Viktor Frankl (1905-1997), el padre de la logoterapia. Es una fuente de citas habitual en las elecciones presidenciales americanas. Sin embargo, es un libro serio. Ha sido publicado y mil veces reeditado por Herder.

Me acordé de él el otro día. Un amigo me había invitado a la presentación de un libro. Hablaba, entre otras personas, un hombre mayor, experto precisamente en psicoterapia: sin duda buena persona, pero quizá un tanto obsequioso con su propio ego. Del libro habló tres o cuatro minutos; el resto, más de una hora, lo dedicó a hablar de sí mismo. El moderador, un periodista, intentó vanamente quitarle la palabra en varias ocasiones. Era patético. Un suspiro de alivio se levantó del público, con los aplausos, cuando la intervención de aquel genio de la psiquiatría —no daré su nombre, llamémosle por ejemplo Genius— finalmente terminó. Mi amigo, su novia, que también se había apuntado, y yo salimos de allí rápidamente, pues era tarde. Pocos debieron de quedarse al refresco.

Al día siguiente, mi amigo, que a la salida del acto me había pedido disculpas por la invitación, me mandó un sms: “Mi novia me ha dicho que después de lo de anoche no quiere volver a verme. ¿Qué hago? ¿Le pido consejo a Genius?”.

Buena cosa, la autoironía. En Genius, por cierto, la eché en falta.

Es una de las ideas fundamentales de El hombre en busca de sentido: la neurosis solo se vence cuando uno es capaz de reírse de sí mismo; o, lo que es lo mismo, de trascenderse a sí mismo y, de ese modo, buscar el sentido de la vida fuera del circuito cerrado de la propia existencia. Curación por el sentido: eso significa la palabra “logoterapia”.

De ahí derivan muchas consecuencias de orden teórico y práctico: por ejemplo, la famosa propuesta de Frankl a los americanos de que, además de la estatua de la Libertad que hay en Nueva York, erijan en la costa del Pacífico un monumento a la Responsabilidad, pues la trascendencia necesita de ambos principios, no solo del primero; o su oposición categórica al determinismo, que bloquea el círculo virtuoso en el que se mueven la libertad, la responsabilidad, la trascendencia y la ironía.

Con todo, lo que a mí más me impresiona del discurso de Frankl sobre la búsqueda de sentido es su afirmación de la posibilidad de encontrar sentido al sufrimiento. Hay que saber que sus palabras son las de un superviviente de Auschwitz, que además en los campos de exterminio nazis perdió a su mujer, a sus padres y a un hermano.

venerdì 15 giugno 2012

Gladiatori del latino


Il Corriere ha pubblicato lunedì scorso una breve apologia del latino firmata da Luciano Canfora. È un tema su cui confesso di aver cambiato pensiero: una volta non credevo nel latino, adesso sì. A modo di attestato della mia conversione, riproduco in questo spazio l’articolo di Canfora come apparso nel Corriere.


Difendere l'Insegnamento del latino non è una battaglia di retroguardia

Sembra di retroguardia la «battaglia del latino». E invece non lo è affatto: tutti i rami del sapere hanno pari dignità. Solo i parvenus pensano che scienze cosiddette dure più lingua inglese bastino a formare cittadini consapevoli e ceti dirigenti capaci di pensare. Potremmo osservare che nella lontana Cina è appena terminata la stampa dell'edizione bilingue (latino e cinese) del Corpus iuris giustinianeo. La Cina infatti, volendosi dotare di un apparato giuridico moderno e organicamente strutturato, ha preferito il diritto romano al «Common Law» anglosassone. Solo agli ignoranti notizie di questo genere non fanno impressione.

Il balbettio che anni addietro inneggiava alle «tre i» non porta lontano: semmai abbrutisce. Archivi e biblioteche d'Europa (e degli Usa in quanto approdo di ingenti materiali bibliografici di pregio trasmigrati nel tempo, in varie guise, dall'Europa) pullulano di testi, manoscritti e a stampa, in latino e anche in greco o bilingui. Un bel problema per bibliotecari e archivisti. Chi, tra qualche decennio, saprà decifrare almeno il frontespizio di una cinquecentina o di una secentina o intendere il contenuto di un documento della cancelleria papale, la volta che latino e greco saranno scomparsi dal corso di studi?

Il 12-14 aprile scorsi si è svolto a Torino un importante convegno promosso dal Miur e dal Liceo Internazionale di Ivrea (diretto da Ugo Cardinale) sullo stato di salute delle lingue classiche nelle scuole d'Europa. Gli atti appariranno presto presso il Mulino. Hanno parlato autorevoli docenti di Spagna, Francia, Belgio, Germania, Inghilterra, Finlandia, Russia, Grecia, Ungheria e Italia. È risultato che l'unico Paese dove il curriculum liceale comporta, non ridotto a capricciosa opzione, lo studio di latino e greco è l'Italia. Da noi però già qualcuno vuol buttare fuori il latino dal liceo scientifico: una vera volgarità, degna delle menti che partorirono, per l'università, l'infame tre + due, ormai riconosciuto da tutti come una tragica buffonata. Ben vengano dunque gli appelli francesi di cui ha detto ieri Avvenire. Possono giovare a noi: difficilmente produrranno un ripristino, in Francia o altrove, della completezza formativa di cui la conoscenza delle lingue e civiltà antiche è parte necessaria. Luciano Canfora.

domenica 27 maggio 2012

La sfida del millennio

Adesso pochi se lo ricorderanno, ma quando è stato pubblicato ha provocato un putiferio: addirittura alcuni fanatici hanno invocato vendetta. Parlo di  Aristotele contro Averroè (Rizzoli, 2009), dello storico francese Sylvain Gouguenheim.

Nell’originale francese, il titolo era più pacato che in italiano: Aristote au Mont-Saint-Michel. Senz’altro l’editore italiano, nel momento di pubblicare il libro, ha voluto far leva sulla polemica innescatasi nei mesi precedenti. Poi però ha inventato un sottotitolo conciliante, da par condicio: Come cristianesimo e Islam salvarono il pensiero greco (proprio così, “Islam” con la maiuscola e “cristianesimo” senza, chissà perché).

Del libro dirò solo che ha una parte erudita, di studio minuzioso della trasmissione delle opere di Aristotele e della produzione scientifica originale nel corso del medioevo; e una parte polemica, di demitizzazione della civiltà araba e del suo ruolo di ponte tra la Grecia antica e la cultura cristiana occidentale.

Nella prima parte, l’autore dedica molte pagine a esaminare i vari canali attraverso i quali la cultura greca è stata comunicata al medioevo latino. Si sofferma a lungo, per esempio, su Giacomo Veneto, un monaco di Mont-Saint-Michel del secolo XII che ha tradotto una quantità incredibile di testi.

Questa prima parte mi sembra seria. La seconda invece è un po’ superficiale, a mio avviso: un po’ troppo improntata alle generalizzazioni, ai pregiudizi. Per esempio, in passi come questo: “Se non è certo che Amr ibn al-As (…), generale agli ordini del califfo Umar, abbia incendiato la biblioteca di Alessandria nel 646 —è più probabile che abbia lasciato propagarsi un fuoco accidentale— le parole che gli vengono attribuite in questa occasione, anche se apocrife, intendono esemplificare lo stato d’animo dei conquistatori: ‘Se questi libri contengono quanto è già nel Corano, sono inutili. Se contengono cose che gli sono contrarie, sono nocivi’. In entrambi i casi, i libri potevano bruciare”. Quindi, non sono stati gli arabi a far bruciare la biblioteca di Alessandria, quella frase è apocrifa…, eppure sia del fatto che delle parole si meritano la colpa!

Ho una certa simpatia per i musulmani, non lo nascondo. Per quelli veri, si intende: non gli integralisti. Talvolta mi sembrano un po’ arretrati religiosamente, come ancora inchiodati, per così dire, nell’Antico Testamento, ma comunque hanno una religiosità di massa che ritengo sincera, autentica in tante singole persone, e che senz’altro è un bene che a noi cristiani oggi manca.

Sarebbe cieco vedere nei musulmani una sfida soltanto geopolitica. La loro è soprattutto una sfida religiosa e morale, come lo è stata, cinquecento anni fa, la riforma protestante per la Chiesa cattolica. Perciò, alla sfida musulmana va data innanzitutto una risposta religiosa e morale.

Certamente mi piacerebbe che fra duecento anni si potesse dire che in questo squarcio iniziale del terzo millennio la Chiesa ha reagito con qualcosa di paragonabile a quello che fu, a suo tempo, la controriforma (o riforma cattolica, se vogliamo usare termini più precisi). Speriamo.

domenica 13 maggio 2012

El ludópata y la taquígrafa


Entre las grandes novelas de Dostoievski, grandes por peso específico y por extensión (Crimen y castigo, El idiota, Los hermanos Karamazov…), se suele colar en las bibliotecas una novela corta, El jugador. Por su facilidad de lectura y por su trama autobiográfica, El jugador —reeditada hace unos meses en castellano (Alianza, 2011)— cumple un cierto papel de introducción a Dostoievski, pero no por eso ha de ser considerada un texto secundario dentro del conjunto de su obra: aunque solo hubiera escrito El jugador, Dostoievski sería un escritor extraordinario.
El vicio del juego y una pasión amorosa no correspondida están presentes tanto en la vida de Dostoievski como en la del jugador de la novela. Este jura patéticamente que si Polina, la mujer a la que vanamente ama, le dice que se quite la vida, él lo hará. Que para un hombre así el juego sea una tentación invencible es perfectamente comprensible. No es ganar o perder lo que importa, sino jugar.
En la vida real, la “Polina” de Dostoievski es la voluble Apollinaria Suslova, a quien había propuesto el matrimonio en 1864, tras la muerte de su mujer. La verdad es que no había esperado a ser viudo para cortejarla, solo que ella lo había despedido después de un breve coqueteo peripatético; y como no era por su esposa por lo que ella lo había rechazado, también ahora lo rechazará.

Hasta aquí, lo que de confesión propia pone Dostoievski en El jugador, que nace dos años más tarde, en 1866. En esos dos años la vida, que ya no era fácil, se le ha puesto más difícil, y las deudas contraídas en la ruleta le han obligado a agarrarse, como última tabla de salvación, a un contrato leonino con un editor que, entre otras cosas, le obliga a entregar un primer manuscrito en el plazo de un año.

Con los adelantos del editor, Dostoievski comienza a pagar sus deudas y a escribir Crimen y castigo. Pero este no es un libro que se pueda terminar en un año. Un día, Dostoievski se da cuenta de que tiene un mes de plazo para entregar su primer libro, y por una vez el genio teórico e inoperante encuentra una salida práctica: decide dictar durante algunos días una historia (su propia historia, pues no hay tiempo para ponerse a imaginar otra cosa) a una taquígrafa, Anna Snitkina,  que va recogiéndola y transcribiéndola a toda velocidad. La novela, El jugador, se entrega a tiempo, pero hay más: en 1867 Dostoievski y Anna se casan, y en 1871 él consigue dejar definitivamente el juego.

Además, el método de trabajo ensayado con El jugador se demostrará también determinante, en 1880, en la redacción de Los hermanos Karamazov, con Dostoievski ya próximo a la muerte.

Se puede decir, por tanto, que debemos a Anna Snitkina el regalo de Los hermanos Karamazov. Pero antes El jugador, que también es una obra maestra, nos había regalado a Anna Snitkina.


domenica 29 aprile 2012

Padres e hijos


No me parece que las novelas de Joseph Roth (1894-1939) puedan calificarse de excepcionales. Sin embargo, tienen el mérito de no envejecer: leídas ahora, resultan tremendamente actuales. Desde luego, lo es en grado sumo Zipper y su padre, una de las menos conocidas, recientemente editada en España (Acantilado, 2011).

De Zipper y su padre, publicada originalmente en 1928, es impresionante, para mí, su puesta en escena de lo que yo llamaría el paradigma de la abolición del padre. El padre de Arnold Zipper es como es, y sin duda su figura negativa es un peso que grava determinantemente sobre el hijo, pero al menos ha tenido un hijo. Zipper hijo, en cambio, ya no será padre: como su propio creador, Joseph Roth, se casa pero no tiene descendencia.

Sin hijos soy más libre, se piensa a veces. Y naturalmente quien lo piensa es siempre un hijo, porque se puede no ser padre, pero no se puede no ser hijo. El hijo pródigo del evangelio, que vende las joyas de familia porque vive solo para el hoy, el ahora y el yo, tiene en estos momentos, según parece, un buen número de seguidores: hombres y mujeres obtusamente convencidos, en el fondo, de que la historia se acabará el día en que alguien —no un hijo, claro— cierre la tapa de su ataúd; remisos, por tanto, a comprometerse en algo que les pueda sobrevivir.

Arnold Zipper sigue inconscientemente esa parábola, que en su caso tiene un final triste. Su destino patético es el de un tipo de personaje que Roth conocía bien y al que desesperadamente —vanamente— pretendía exorcizar.

Al trasponer en Zipper su propia historia, en efecto, Roth no solo es un observador agudo de sí mismo (de su relación atormentada con su padre, de su problemático matrimonio, de su miedo a la paternidad), sino un profeta angustiado pero clarividente: ese clown llamado Arnold Zipper al que al final de su vida pagan por recibir golpes es una premonición dramática de ese desecho de hombre, de ese bufón de la bohemia parisina, crónicamente prófugo, endeudado y borracho, en que se convertirá, en su último tramo de vida, Joseph Roth.

domenica 15 aprile 2012

Chiamatemi Amore

“Chiamatemi Ismaele”: con queste lapidarie, geniali parole inizia Moby Dick. Qualche volta ho pensato che l’incipit della Bibbia potrebbe essere benissimo “Chiamatemi Amore”. Il messaggio è tutto lì: infatti san Giovanni scrive, in estrema sintesi, che “Dio è Amore”.

Amare, opera di vecchiaia di David Maria Turoldo che prende le mosse proprio da queste certezze e da questo clima biblico, è un libro che ho deciso di leggere nonostante la mia avversione per i titoli verbali (To Kill a Mockingbird, Reinar después de morir…: non mi piacciono, come titoli). Di Padre Turoldo (1916-1992) avevo letto in precedenza alcune poesie che mi erano sembrate belle e pungenti, e sicuramente è stato ciò a farmi superare l’ostacolo del titolo. Ho letto quindi Amare (San Paolo, 2002), che però mi ha deluso. L’ho trovato una poltiglia mal riuscita di poesia e prosa, religione e filosofia, denuncia e buonismo, il tutto non sempre coerente.

Alcune frasi sono di una ingenuità che mi lascia perplesso: “ecco Giovanni a dire che Dio è amore. Soltanto amore. Così sarà inevitabile la domanda: cosa sia l’amore. D’allora la risposta sarà altrettanto inevitabile: l’amore è Dio”. Ma a nessuno sfugge quanto diverse siano le cose che noi uomini chiamiamo amore. Sarebbe il caso di rammentare a Turoldo le parole di sant’Agostino sui due amori che fondano le famose due città: l’amore di Dio e l’amore di sé. Per non dire dei tanti maschi che, presi dall’amore per una donna di vent’anni più giovane, hanno abbandonato moglie e figli. Molto romantico, se vogliamo, ma poco serio. Insomma, secondo me, pur credendo che Dio è Amore, non si può dire che l’ amore tout court sia Dio.

Accanto a queste cadute di tono, comunque, non mancano, in Amare, alcune idee semplici e luminose, espresse sia in prosa che in poesia. Ecco, per esempio, una bella descrizione della condizione sacerdotale dell’autore:

Tu non sai cosa sia il silenzio
né la gioia dell’usignolo
che canta, da solo nella notte;
quanto beata è la gratuità,
il non appartenersi
ed essere solo
ed essere di tutti
e nessuno lo sa o ti crede.

Ed ecco, in una massima di poche parole, la descrizione del matrimonio secondo Turoldo: “Non già: Ti amo, perciò sono fedele, ma: Sono fedele, perciò ti amo”. La frase ha un senso ovvio, per me: i due termini di una relazione non sono sempre interscambiabili (per cui la proposizione “Dio è amore”  non è per forza equivalente a “l’amore è Dio”). C’è anche, certamente, un senso morale: sono le opere (la fedeltà) a sostenere le parole (le dichiarazioni d’amore), e non il contrario. Infine io ci trovo pure un senso mistico, visto che “fedele” proviene da fides, “fede”: per amare bisogna crederci.

Ma per chiudere il cerchio (fede, amore… e, naturalmente, speranza) io aggiungerei, pensando ad alcuni amici e amiche che purtroppo si sono separati o si stanno separando, che bisogna anche sperare.

venerdì 30 marzo 2012

Tonino Guerra: sopravvivenze

Parlai una volta con Juan Vicente Piqueras, traduttore spagnolo di Tonino Guerra e poeta in proprio, e mi confessava che non gli era facile trovare ispirazione nella poesia italiana contemporanea, secondo lui troppo ermetica, troppo sofisticata, con soltanto, diceva, qualche meravigliosa eccezione, che concretizzava in Pavese, Sbarbaro e appunto Tonino Guerra. Essendo morti i primi due già da molto tempo, in quel momento Guerra era l’unico ancora vivo.

Tonino Guerra, poeta, sceneggiatore e soprattutto testimone di verità del suo tempo e della sua terra (nello specifico, della campagna romagnola, assediata e ferita di morte dalla civiltà urbana), è deceduto a 92 anni la settimana scorsa. Maestro rurale e figlio di contadini analfabeti, aveva cominciato a scrivere poesie nel campo di prigionia di Troissdorf, dopo il suo internamento nel 1943.

La morte era una sua ossessione, a detta di lui stesso. Qualche volta gli era scappato che il motivo principale per cui scriveva era rimanere per molto tempo nella memoria degli altri, unico modo, secondo lui, di sconfiggere la morte.

Un poema come La farfalla, che ci parla della bellezza nel paradiso, merita senz’altro di sopravvivere al suo autore. Eppure, nella sua solarità, sembra smentire quelle proclamate ossessioni di morte.

La farfalla

Contento, proprio contento
sono stato molte volte nella vita
ma più di tutte quando
mi hanno liberato in Germania
che mi sono messo a guardare una farfalla
senza la voglia di mangiarla.

venerdì 16 marzo 2012

Girard, Vattimo y el chivo expiatorio

Las ideas de René Girard quizá un día nos parecerán rancias. Yo, al menos, no tengo demasiada fe en su insuperabilidad. Pero mientras sigan en cartelera estoy contento, porque nos provocan en un tema, el del mito, que tendemos a considerar una categoría vencida por la historia pero que, como tan bien explica Roberto Calasso, no solo sigue ahí, sino que es nuestro talón de Aquiles.

Girard y Gianni Vattimo son coautores de ¿Verdad o fe débil? (Paidós, 2011), una recopilación de cinco textos de los últimos quince años: tres debates entre ambos y un artículo de cada uno. Paidós es la editorial que publica en España las obras de Vattimo, pero aquí el protagonista, quien impone la agenda, es Girard. De todos modos, Vattimo, en la polémica con Girard (polémica relativa, porque pretende estar de acuerdo con él), encuentra cauce ancho para desplegar sus tesis.

La idea fundamental de Girard es la del chivo expiatorio (Girard es antropólogo, no filósofo). Las sociedades, dice él, siempre se han compactado internamente por medio de la sublimación de la violencia innata de los individuos en un origen mítico colectivo en el que se sacrificó a una víctima teóricamente culpable de todos los males. En este sentido, la tradición judeocristiana resulta excepcional, pues en ella Dios ya no quiere sacrificios humanos (véase el caso de Abraham e Isaac), y la víctima sublime, Jesucristo, es inocente.

Para Vattimo, eso significa que la misión histórica del cristianismo es revelar la impostura de la religión, incluida, lógicamente, la de la propia religión cristiana. No es una crítica al cristianismo: al revés, Vattimo ensalza el mensaje cristiano de la caridad, tan opuesto al de los mitos precedentes, y llega a decir que Girard le ha hecho reconciliarse con su fe juvenil, aunque no tanto como para retomarla (“gracias a Dios, soy ateo”, dice filosóficamente).
¿Puedo decir lo que pienso? Yo veo que Vattimo ensancha demasiado el concepto de violencia. Para él, toda autoridad es violencia. No solo: la misma idea de ser es ya violenta, por lo que hay que cargársela. “Hay una efectiva reducción de la violencia a través de la reducción de la fuerza de nuestros argumentos con relación a los conceptos de naturaleza, ser, verdad, etc.”, dice. Y yo me acuerdo de aquello de Goebbels: “Pasaremos a la historia o como los mayores estadistas o como los mayores criminales de todos los tiempos”. Dependiendo de quién gane la guerra, se entiende: porque si el bien, el mal, la verdad, se aligeran, como pretende Vattimo, no sabemos adónde puede llevárselos el viento de la historia.

Girard, por su parte, no piensa que el cristianismo sea la religión de la disolución: él es optimista, piensa en el cristianismo como una fuerza eminentemente constructiva, con una gran tarea por delante (dos mil años de historia no son nada, dice). Eso sí, a diferencia de Vattimo él cree en Dios, en Jesucristo, en la Iglesia…, y en la misa como sacrificio.

domenica 26 febbraio 2012

Katherine Mansfield: Nueva Zelanda como pretexto

“Entonces, ¿por qué no me suicido? Porque siento que tengo un deber que cumplir en nombre del hermoso tiempo en que los dos estábamos vivos. Quiero escribir sobre aquello, y él quería que lo hiciese”.

Quien escribe esta frase en su Diario es Katherine Mansfield, tras la muerte de su hermano Leslie en los campos de batalla de la Gran Guerra, en 1915. Los tiempos compartidos eran los de la infancia en Nueva Zelanda, donde la familia de ambos seguía viviendo. Ella, mayor que él, se había trasladado a Londres en 1908, con 20 años, y solo había vuelto a verle ya en la guerra, que él había querido hacer, en las antípodas de su tierra, como voluntario del ejército británico.
Preludio, relato publicado en 1918, es un primer resultado de ese propósito de evocación. Originalmente iba a llamarse The Aloe, y el cambio de título es uno de los datos que hacen suponer que el proyecto de Katherine Mansfield era escribir un ciclo autobiográfico sobre Nueva Zelanda, con aquel extenso cuento como Preludio del resto. En la bahía (1922), otro cuento largo con los mismos personajes, sería, en ese caso, la segunda pieza. La tercera y última —antes de que la muerte de la autora, en 1923, interrumpiera el ciclo— sería La casa de muñecas, escrita un mes después de En la bahía.
En Preludio, el áloe que un buen día florece es una epifanía de la irrupción impetuosa de la vida en la familia Burnell, que cuenta ya con tres niñas. El bebé ha nacido ya cuando encontramos de nuevo a los Burnell en las páginas de En la bahía, y en él hay que ver al hermano de la autora, del mismo modo que a esta hay que identificarla con Kezia, la mediana de las tres hermanas.

En la bahía, recientemente editado en castellano (Alba, 2011), está construido, en gran medida, a base de lenguaje interior, por medio de un recurso que Katherine Mansfield domina magistralmente: la llamada oración indirecta libre, en la que el flujo de conciencia de los personajes queda acoplado sin solución de continuidad al discurso del narrador.
La acción es nula: la familia Burnell transcurre ordinariamente uno de sus últimos días de vacaciones en la playa. Sobre todo, lo que cuenta —además del paisaje, meticulosamente observado— son los personajes, que se describen a sí mismos desde dentro: con sus pensamientos egoístas, con sus deseos utópicos, distintos en cada caso pero siempre banales e inalcanzables, con sus silencios. Los que más hablan, como Trout, el cómico cortejador de la señora Burnell, son los que menos nos dicen de sí mismos.

Por su capacidad de evocación y de penetración psicológica, la prosa de Katherine Mansfield ha sido comparada con la de Virgina Woolf, coetánea y amiga suya. En mi opinión, la supera. Y en esto coincido con la propia Virginia Woolf, quien en su diario anotó que la única escritora de la que tenía envidia era Katherine Mansfield.