venerdì 24 aprile 2009

Fitzgerald en horas bajas

Hay autores que ven su estrella brillar y apagarse cíclicamente cada pocos años. En 1941, un año después de su muerte, la publicación póstuma de El último magnate convirtió a Scott Fitzgerald en un mito, devolviéndolo a su antigua, breve gloria de los años 20. Tras otro bajón en los años 50 y 60, conocerá en los 70 un nuevo momento estelar en cuyo origen se adivina una conciencia difusa de crisis social, más aún que económica, que encuentra en el decadentismo su espejo mágico de la verdad.

Últimamente, Fitzgerald vuelve a interesar: se editan sus cartas a Zelda, se publican biografías y ensayos, se producen películas... A rebufo de este revival, Navona, una editorial de Barcelona, acaba de publicar los que considera Los mejores cuentos de Fitzgerald. Entre ellos figura, con todo merecimiento, Retorno a Babilonia.

En la vorágine de la edad del jazz, Charlie Wales no sólo ha dilapidado su fortuna y su reputación, sino que ha conducido inconscientemente a su mujer a una muerte absurda que los parientes de ésta nunca podrán perdonarle. Todos sus esfuerzos se vuelcan ahora en la única, desesperada posibilidad de redención que es capaz de imaginar, la de merecer la custodia de su hija, que ha vivido temporalmente en casa de unos tíos.

Retorno a Babilonia, escrito en 1931, refleja crudamente la situación del autor en ese momento, tras unos años en que el exceso había sido la norma.

John Dos Passos recuerda una cena en casa del pintor Gerald Murphy en Antibes: una cena en el jardín con aristócratas franceses. "Scott y Zelda", escribe Dos Passos, "se emborracharon durante los cóctels y en lugar de sentarse a la mesa se pusieron a andar a cuatro patas entre las hortalizas, arrojando de cuando en cuando un tomate a los invitados. Una duquesa que recibió el impacto de uno muy maduro en el escote no lo encontró divertido en absoluto”.

Es sólo una historia entre muchas. “Gerald consiguió finalmente llevárselos", concluye Dos Passos, como diciendo que para ellos la fiesta había terminado.

Así es. En 1930 Zelda es declarada esquizofrénica. El sentimiento de culpa se abate sobre Fitzgerald, así como la incapacidad de costear su atención y la educación de su hija Scottie.

En 1937, la Metro Goldwyn Mayer vendrá finalmente en su ayuda. Fitzgerald deja a su mujer en una clínica psiquiátrica de Carolina del Norte (donde morirá en 1948, en un incendio) y se instala en Hollywood. Sus últimos años están marcados por la relación con la periodista Sheila Graham y por una seria dedicación al trabajo, pero no por el éxito. Sólo uno de sus guiones llegará a las pantallas, muy rehecho por el productor, Joseph Mankiewicz: el de Tres camaradas, con Robert Taylor, película de la que hoy nadie se acuerda.

Muy debilitado por el alcohol —al que en Hollywood, aunque menos, sigue siendo adicto— y por un proceso tuberculoso, Fitzgerald muere de un paro cardíaco en diciembre de 1940, con sólo 44 años.

venerdì 17 aprile 2009

Fitzgerald y Gatsby

Para muchos es la cima de la literatura americana contemporánea. ¡Si Fitzgerald sólo hubiera escrito El gran Gatsby! Pero escribió más cosas, y algunas de ellas explican la severidad con que lo ha tratado cierta crítica.

El gran Gatsby (1925) deja muy atrás, en concreto, a las otras dos novelas de Fitzgerald de los años veinte, A este lado del paraíso (1920) y Hermosos y malditos (1922). Las tres anuncian al mundo, bajo la superficie de la historia de encanto y desencanto de sus personajes, la "edad del jazz", la nueva vida de una América feliz que ha salido de la primera guerra mundial sin grandes traumas y que de pronto se descubre joven y bella. Pero Jay Gatsby, el pobre que se ha hecho rico por amor, es un héroe muy superior a los de las dos novelas precedentes, Amory Blaine y Anthony Patch, ricos hijos de ricos.

Además, la historia de Gatsby está narrada, astutamente, desde el punto de vista de un personaje secundario, Nick Carraway. Amigo de Gatsby y primo lejano del amor imposible de éste, Daisy Buchanan, Nick conocerá por dentro el mundo de los ricos para finalmente autoexcluirse de él. Mediada por la visión de un personaje que, aun siendo un outsider, participa intensamente en los hechos, la tragedia de Gatsby llega al lector con un singular poder de sugestión.

Es célebre el final de la novela, cuatro párrafos elegíacos que en algunos ambientes es de buen tono saberse de memoria.

Naturalmente, Gatsby no es una abstracción. Algo de él había en su propio autor: también en el caso de Fitzgerald, por ejemplo, había sido una mujer, Zelda Sayre, el estímulo para dar el salto al olimpo de los ricos.

Con los años, sin embargo, el desenlace de la historia de Fitzgerald se irá alejando de la de su héroe. Embriagado de fama, irresponsable, excéntrico, a partir de cierto momento Fitzgerald vivirá sólo para alimentar su propia leyenda, al contrario del fastuoso pero esquivo Gatsby. Pero su leyenda entra en un callejón sin salida en 1929, con el fin de la edad del jazz, cuando su mundanidad deja de tener sentido y lectores y críticos le abandonan por otros escritores de la “generación perdida” más en consonancia con los nuevos tiempos: el inconformista Dos Passos, el reticente Hemingway...

Sólo después de su muerte (1940), gracias al editor y amigo Edmund Wilson, se redescubriría su contradictoria pero genuina grandeza.

venerdì 10 aprile 2009

Ed era morto

Tra i poeti metafisici inglesi, l’unico forse a tenere testa al capostipite John Donne è George Herbert (1593-1633), un artista della parola che ha fatto colpo su personalità eccezionali, da Coleridge a Simone Weil.

Oggi, venerdì santo, forse è il caso di proporre la lettura di un suo poema di intensa sensibilità religiosa, Redenzione, nella delicata traduzione di Cristina Campo.


Redenzione

Lungamente fittavolo di un potente Signore,
Poiché non prosperavo, presi cuore
A fargli istanza, che mi concedesse,
Cancellato l’antico, un canone minore.
In Cielo, al suo maniero, lo cercai,
E là mi dissero che era appena partito
Per un suo fondo, comprato ad alto prezzo
Da tempo in Terra, a prenderne possesso.
Tornai indietro, e d’altissima stirpe
Sapendolo, cercai negli alti luoghi,
Nelle città, teatri, parchi e corti:
Alfine udii sgangherata baldoria
Di ladri e d’assassini. Là dentro lo scopersi
Che:
La tua istanza è accolta, mi disse; ed era morto.

venerdì 3 aprile 2009

Quelle lettere mai spedite

“Non voglio essere, come il personaggio di Catherine Dunne, la metà di niente”, ha detto qualche anno fa la nostra attuale first lady (allora non lo era), in una lettera aperta, a proposito di certe galanterie rivolte dal marito ad altre dame.

Non ho letto La metà di niente, che per quanto mi dicono affronta, in effetti, l’eterno motivo della donna tradita dall’uomo, ma non credo che sia un romanzo da melodramma lezioso, come invece il paragone della signora Berlusconi potrebbe far pensare. Di Catherine Dunne ho letto soltanto Il viaggio verso casa (Guanda, 2000).

Anche in questo romanzo c’è una crisi coniugale, ma resta molto in secondo piano. Beth, che dopo molti anni torna a Dublino —da Londra, dove abita— per congedare la madre morente (in coma terminale), si è separata dal marito: in fondo non c’è niente di speciale, soltanto che lui dedica la domenica a lavare la macchina, e lei questo non lo manda giù.

La vita spesso è così: cose triviali che vengono percepite come macigni insuperabili nel nostro cammino. Fa bene Catherine Dunne a portare i problemi tra Beth e il marito ai margini, lontano dall’epicentro drammatico del romanzo: è un modo di dire che spesso ciò che ci perde è il non capire l’importanza reale delle cose che sperimentiamo.

Certo, la riconciliazione finale, anche se funzionale al senso della storia (Beth è diventata un’altra persona), mi sembra troppo schematica. Così come la rottura tra James, il fratello di Beth, e la moglie. Diciamo tutto, ho il sospetto che questa simmetria un po’ ortopedica vada a beneficio esclusivo di qualcosa di extraletterario: più precisamente, di quella causa divorzista di cui la Dunne è stata, in Irlanda, militante attiva.

Ma, come dicevo, il tema portante del romanzo è un altro: il viaggio di Beth a casa diventa il ritorno a un rapporto mai prima sistemato adeguatamente, a un rapporto mai armonioso con la madre. Catherine Dunne mixa in questo punto le voci di entrambe, intrecciando i ricordi di Beth a certe lettere che la madre le ha scritto —ma non le ha inviato— negli ultimi anni. C’è non poco di simile a Va dove ti porta il cuore, è vero, ma secondo me il risultato è superiore.

Insomma, sicuramente Catherine Dunne non si meritava quel venir trascinata da Veronica Lario nel mercato del gossip.