venerdì 29 febbraio 2008

Goldoni, Brecht e la commedia dell'arte

Ho sentito l’altro giorno Franz Gusmitta, un amico attore. È in tournée con I due gemelli veneziani, una bella commedia di Goldoni (ne consiglio la lettura a chi non può andare a vederla). La sua troupe ha fatto il giro di Pordenone, Trieste, Milano, Genova, Pavia..., e adesso si trova a Torino. L’attore principale è Massimo Dapporto, che recita la parte dei due gemelli (Tonino e Zanetto); Franz invece fa quella di Brighella, una maschera.

Mi ha sorpreso la presenza di maschere in questa commedia. Altre di Goldoni non ne conosco, ma io avevo sempre letto che lui, nel Settecento, è l’autore che rompe con la commedia dell’arte e apre la strada al teatro borghese. A quanto pare però mantiene ancora alcune maschere, cioè alcuni di quei personaggi fissi tipici della vecchia maniera: in quest’opera, per esempio, a parte Brighella ci sono anche altri due servi (Arlecchino e Colombina) e Balanzoni, il dottore.

Comunque, è chiaro che la commedia dell’arte non è morta con Goldoni. Anzi il secolo XX l’ha riscoperta. Per esempio, i personaggi dell’opera più famosa di Jacinto Benavente, Los intereses creados, sono Arlecchino e compagnia bella. Soprattutto però è stato decisivo Bertolt Brecht. A partire dalla lezione della commedia dell’arte, dove non c’era un testo scritto, Brecht postula l’improvvisazione, ma non solo: propone anche una recitazione volutamente innaturale, una recitazione in cui l’attore si dissocia, per così dire, dal suo personaggio, “indossato” a modo di maschera. Tutto con lo scopo di ottenere nello spettatore il cosiddetto Verfremdungseffekt, cioè l’allontanamento o alienazione da ciò che si svolge sulla scena, condizione di quella coscienza critica nei confronti della realtà che il teatro sarebbe chiamato a suscitare.

La “maschera”, quindi, come spersonalizzazione dei caratteri teatrali. Lasciando da parte il proposito dell’operazione (“convertire” il pubblico), c’è da dire che si tratta di un bell’ossimoro: maschera in latino si dice... “persona”, e non a caso è stato proprio a partire dalla considerazione del ruolo della maschera nel teatro che si è sviluppato filosoficamente, nel Medioevo, il concetto di persona.

Penso che anche per questo il teatro di Brecht, quel teatro “epico” fatto di racconto più che di azione, fissato con l’idea di superare l’illusione drammatica, tante volte si è dimostrato deludente, nel senso che non ha prodotto nel pubblico —borghese o proletario— l’effetto critico atteso dal proprio autore. C’è poco da fare: finché il teatro sarà teatro, lo spettatore sarà sempre portato a identificarsi con la “persona”, cioè con il personaggio rappresentato sulla scena.

venerdì 22 febbraio 2008

Una biografía de altos vuelos

Lindbergh, de A. Scott Berg (Plaza Janés, 2001), es quizá la biografía que con más gusto he leído en toda mi vida. Dicho esto, añado que Kate, otro libro del mismo autor que abordé poco después, es uno de los más cursis que recuerdo haber tenido nunca entre las manos. Charles Lindbergh me era antipático y ahora me resulta simpático, y Katharine Hepburn al revés: en ambos casos el mérito es de Scott Berg, quien, sin embargo, admira ciegamente a la actriz y no ahorra puyas al aviador.

Hablaré sólo de la biografía de éste, por tanto. Prolijamente documentada, reconstruye con hábil meticulosidad los grandes hitos de la vida de un hombre singular, un auténtico icono del sueño americano: su vuelo transoceánico (1927), su boda con Anne Morrow (1929), el secuestro de su hijo Charlie (1932), su neutralismo militante en los primeros años de la guerra (1939-41). Más un antes y un después —hasta su muerte en 1974— que tampoco carecen de interés (sobre todo el antes: las últimas páginas me parecen las menos afortunadas).

El libro, premio Pulitzer en 1999, tiene una posthistoria un tanto penosa. Anne Morrow Lindbergh, viuda del aviador y conocida escritora, que había ayudado a Scott Berg en su trabajo, murió en 2001. Pasaron otros dos años y se hizo público que Lindbergh, que con Anne había tenido seis hijos, era padre de otros tres en Alemania: la madre de éstos, fallecida también poco antes, era una sombrerera con la que había mantenido una relación secreta en los años cincuenta, con ocasión de sus viajes, entonces frecuentes, a Europa. Scott Berg lo ignoraba, pero no hay que excluir que Anne estuviera al corriente.

A este libro asocio When You're Gone, una canción de Cranberries que escuché a menudo mientras lo leía (la lectura es, entre otras cosas, sensación, o al menos eso pienso yo), también porque, inevitablemente, me habla de los sentimientos de Anne Lindbergh durante las ausencias de su marido. En la foto les vemos en 1931, en tiempos felices. De ella recuerdo ahora un libro estupendo, Listen! The Wind (1938).

Ya puestos, invito a oír también Crime of the Century, de Supertramp. Supongo que a los jóvenes actuales el “crimen del siglo” no les suena a nada. A mi generación le suena a esa canción. Para la de nuestros padres y abuelos era algo mucho más concreto: era el secuestro y asesinato de Charlie Lindbergh, al que siguió el “juicio del siglo” y la condena a muerte del acusado, Bruno Richard Hauptmann.

venerdì 15 febbraio 2008

Pigmalión y Beatriz (punto final sobre la mujer de Maxence)

La compañera es la historia de Denise y Marc en su recíproco modelar el uno el alma del otro.

De la mano de Marc y a través de experiencias dolorosas, Denise integra en su vida la mundología burguesa y aprende a hablar, a vestir, a actuar como una señora. Pero Marc no sólo educa, también es educado: al abrirle los ojos al submundo proletario, Denise le conduce a una esfera superior de conocimiento.

Denise, en realidad, no hace más que contar su historia. Es lo que ha hecho siempre, por otra parte, especialmente en los momentos de apuro. Por ejemplo, durante los duros meses de la gran huelga, cuando no ha podido ganar ni un franco y ha sentido con más fuerza que nunca el mordisco del hambre. Una noche es sorprendida robando carbón en un depósito. Tras pasar el resto de la noche en la comisaría, al agente que se presenta al día siguiente le cuenta toda su vida: le habla de su trabajo alienante, de su padre muerto, de su madre enferma, de Jules Delnatte, el antiguo amante de su madre, del café Baussard... Poco después, cuando se ve obligada a mendigar con sus hermanos de casa en casa, de nuevo cuenta a quien le quiera escuchar su patética historia.

Naturalmente, también a Marc se la cuenta, en cuanto le conoce. Es su única vía de desahogo.

“El rico, el rico en dinero, en saber o en cultura, nunca podrá comprender con qué peso el fardo de la miseria aplasta la carne y el alma”, leemos en La compañera. Marc es la excepción: Marc toma conciencia de ese “pecado del mundo”. Pecado al que, por otra parte, la nueva Denise, la Denise burguesa, no quiere dejar de ser sensible.

La novela da a entender sólo implícitamente algo que en la existencia real de Maxence y Thérèze es un hecho bien conocido (lo documenta con cierto detalle Van der Meersch au plus près, biografía escrita por una sobrina): algún tiempo después de conocerse, ambos se convierten, o sea empiezan a ir a misa, etc. Sin embargo Denise, recordando su época de obrera, de la que no va a renegar nunca, se pregunta en cierto momento, en una reflexión que queda al final de Leed en mi corazón, si su vida no estaba entonces, en aquellos años de miseria, más identificada con el Evangelio: “Yo, que de Cristo lo ignoraba todo, ¿estaré algún día tan próxima a Cristo como la Denise de aquellos tiempos?”.

venerdì 8 febbraio 2008

Lo último que se pierde (más sobre la mujer de Maxence)


¿La esperanza es lo último que se pierde? No: a veces es lo primero.

En Leed en mi corazón, Denise asiste al embrutecimiento pasivo del universo humano que la rodea. Ante un mundo hostil, corrompido, desalentador, sus amigas y compañeras de trabajo, pobres y desgraciadas como ella, ni más ni menos, sucumben sin esfuerzo al remolino de la autodestrucción.

Ella, sin embargo, no: no bebe, no pendonea... Las demás lo hacen, pero ella no. ¿Por virtud? ¿Por egoísmo? No lo sabe: simplemente, algo le dice que debe resistir. Y llegado el caso, si ha de dar una bofetada a un cliente del inefable café Baussard, encuentra fuerzas para hacerlo.

En ese momento no sabe por qué. Pero años más tarde, al recordar aquellos tiempos, encuentra una explicación: “Además había la esperanza. La Religión Cristiana ha convertido la esperanza en una virtud. Hizo bien. Es una virtud que sostiene y que también debe merecerse, que necesita de nuestra defensa, que ha de preservarse, que ha de salvarse. Quería salvar la esperanza en mí. Poder esperar todavía. No luchaba porque esperase. Precisamente era todo lo contrario, para tener el derecho de esperar. Para salvaguardar mis sueños, mis posibilidades de esperanzas en el porvenir, en el amor..., en algo. Si cedía a la miseria, a la tentación, todo habría terminado después. La vida quedaría limitada a eso. Y ya no habría luz posible. Ninguna huida posible hacia otro mundo fuera del universo espantoso de las realidades. La existencia quedaría limitada, en adelante y sin remedio, a la terrible realidad, que yo me negaba obstinadamente a admitir”.

Cécile La Rousse, pervertida y cínica pero en el fondo buena amiga, la llama “pobre de espíritu” precisamente por eso, porque no acepta la realidad. Tiene razón.

Tantas veces, sin embargo, para construir lo que no hay es preciso no aceptar lo que hay. El cristianismo, curiosa doctrina que obliga (¡obliga!) a creer, esperar y amar, tiene algo que decir al respecto. ¿Cómo puedo creer si no tengo fe?, ¿qué más dará esperar o no esperar cuando el futuro no depende de mí?, ¿cómo puedo estar obligado a querer a mi mujer si ya no siento nada por ella?, dice el nuevo Sancho Panza. Y tiene razón: tanta como Cécile La Rousse. Pero olvida algo: olvida que la fe, la esperanza, el amor, no son sólo sentimientos, estados de ánimo. Como dice Denise, son... virtudes, palabra odiosa pero necesaria. Virtudes que se nos ofrecen y que podemos escoger o rechazar.

venerdì 1 febbraio 2008

La mujer de Maxence

En casa de unos amigos encontré el verano pasado un libro negro de tapas duras con adornos dorados. Parecía un misalito de los de antes del concilio, pero no: era un PlazaJanés de 1961 con tres novelas del escritor francés Maxence Van der Meersch (1907-1951). Tres novelas que en su versión original eran las tres partes de una trilogía: La fille pauvre.

La muchacha pobre de Van der Meersch es Thérèze Denis, su mujer, apenas disimulada bajo el nombre de “Denise”. La primera entrega, El pecado del mundo, fue publicada en 1934, el mismo año en que se casaron, y llega hasta el traslado de Denise y su familia —su madre y dos hermanos: el padre había muerto— de París a Roubaix, hacia1920. Después vendrían Leed en mi corazón (1948) y La compañera (1955, póstumo): esta última comienza cuando Denise conoce a “Marc” —Maxence, claro— y termina con la boda (al cambio, los años 1927-1934).

A las experiencias dramáticas de aquella obrera textil con la que acabaría casándose debe mucho, seguramente, la orientación naturalista que toma muy pronto la narrativa de Van der Meersch. Leídas hoy, las páginas de El pecado del mundo devuelven a la superficie historias de una humanidad indefensa y tremenda, sin el falso decoro de las formas, sin colorantes.

Con 14 años, Denise lleva ya varios trabajando a destajo. Su madre le pega cuando su semanada es escasa, pero sus golpes son una broma comparados con los que recibe —también en su propia casa— Véveine, una amiga enferma. Un día Vevéine le confía toda su desesperación: “Tengo hambre, recibo golpes, me descrismo... Y después esto continuará. No encontraré ni con quién casarme. ¿Conoces tú al tipo que quiera cargar con una mujerona desgarbada como yo? Estoy tan mal formada, soy alta y lisa como una jirafa. Y tengo la solitaria, estoy tragando siempre. Así continuaré toda la vida, jorobándome, maldiciendo. Es lo normal. Es lo trazado ya... Entonces, francamente, ¿acaso no valdría más ahorrarse la miseria en el acto?”.

La reacción interior de Denise es de una lucidez escalofriante: “No podía contestarle nada. Comprendía que en el fondo, le sobraba la razón, que aceptábamos la vida únicamente por costumbre... Y muchas veces se encuentra una especie de áspera dulzura cuando se sueña entre dos una liberación posible”.

La vida como costumbre. Hoy, con el suicidio como primera causa de muerte entre los jóvenes, quebrantar esa costumbre (como otras: el matrimonio, por ejemplo) parece un hecho generalizado. ¿Qué “padres” nos están explotando, qué destinos nos han sido prohibidos? En la encíclica Spe salvi, que afronta la cuestión desde el punto de vista de la esperanza cristiana, el Papa acusa al mito moderno del progreso, un monstruo que devora a sus propios hijos. Se refiere, claro, no sólo al pensamiento filosófico en cuanto tal, sino a los modelos de vida que lo inspiran o lo secundan: porque también el nihilismo, como la esperanza, es a la vez informativo y performativo.