venerdì 31 dicembre 2010

Che vogliamo fare della nostra società

Nei primi mesi del 1939, T.S. Eliot ha pronunciato alcune conferenze a Cambridge che, dopo una veloce rielaborazione, ha pubblicato, quello stesso anno, con il titolo L’idea di una società cristiana. Titolo iperpreciso: “società”, perché Eliot, lasciando da parte l’individuo, si sofferma soltanto sull’insieme della collettività; “cristiana”, perché ritiene eufemistico chiamare altrimenti (neutra, per esempio) una società che, se cristiana non fosse, potrebbe essere soltanto pagana; e in primo luogo “idea”, perché il libro ha per oggetto il cosa, non il come, cioè un certo modello di società cristiana, ma non i mezzi per raggiungerlo.

Ricordo, a questo punto, quella domanda che hanno fatto a Gandhi una volta, nel 1930, proprio in Inghilterra: “Che ne pensa della civiltà occidentale?” Gandhi ha risposto subito, ironicamente: “Sarebbe una buona idea”. È una battuta che forse andrebbe rivolta a Eliot, troppo idealistico, infatti, come dico, nella sua visione della società cristiana.

Comunque Eliot, mentre lavora, nel 1939, alla stesura del suo programma di società cristiana, non sta pensando a Gandhi, ma piuttosto a Hitler. Pochi mesi prima, nella conferenza di Monaco, le potenze teoricamente radicate sui valori cristiani (cioè le democrazie) sono state umiliate dal paganesimo totalitario: una resa infamante il cui motivo profondo, sostiene Eliot, va cercato nello smarrimento dei sacri principi della società cristiana. “Non potevamo opporre una convinzione ad un’altra, non avevamo idee che potessero farsi incontro né opporsi alle altre che ci stavano di fronte”.

Sia chiaro, Eliot non strumentalizza la religione. Lui è un credente serio e considera il cristianesimo anzitutto come verità a se, e solo secondariamente come base morale. “Giustificare il Cristianesimo perché esso offre una base morale, invece di dimostrare che la morale cristiana è necessaria perché il Cristianesimo è verità, è un’inversione di termini pericolosa”, afferma.

Il linguaggio è a volte un po’ datato, naturalmente. E non soltanto il linguaggio. Ma non è datata forse la Politica di Aristotele, con la sua giustificazione sbrigativa della schiavitù, per esempio? Eppure continua a essere un punto di riferimento per la riflessione morale e politica. Qualcosa di simile succede, secondo me, con l’”idea” di Eliot. Infatti del libro esistono traduzioni recenti, per esempio quella di Gribaudi (io però l’ho letto in una vecchia versione di Edizioni di Comunità del 1948).

La società di Eliot, articolata su uno Stato cristiano, una comunità cristiana (massa) e una “Comunità dei cristiani” (élite intellettuale), può sembrare una riesumazione del Medioevo, ma non lo è: in realtà, suggerita com’è da uno dei maggiori testimoni del desolato (waste, per usare le sue parole) secolo XX, è una proposta ricca di spunti per un dibattito che potrebbe essere molto fecondo su cosa vogliamo fare della società.

venerdì 17 dicembre 2010

Historias tristes

Con Hemingway y Dos Passos, en la escena literaria americana irrumpe en los años treinta John Steinbeck (1902-1968). Los tres repudian el felicismo insensato de los años veinte representado por Scott Filzgerald, y el público, que ha sufrido en la carne la crisis de 1929, les concede enseguida su favor.

Steinbeck, futuro premio Nobel (1962), será el poeta de los desheredados. Los títulos que le harán famoso, Ratones y hombres (1937) y Las uvas de la ira (1939), son historias de miseria que postulan la redención material del hombre como requisito de su redención moral.

A la vez, Steinbeck es el poeta de la fatalidad, del destino aciago. La perla (1947), una novela corta con la que muchos nos hemos iniciado, de muy chicos, en la literatura americana, presenta la fortuna como fruto prohibido en el jardín del pobre. Lo mismo se puede decir de Las praderas del cielo (1932), una novela compuesta por una docena de relatos.

Las praderas del cielo (Ediciones de Viento, 2007) es como un Spoon River en formato novela: cada historia es independiente, pero todas están localizadas en una misma comunidad, Las Praderas del Cielo, en California, y muchas tienen personajes en común (Pat Humbert, los Munroe, la maestra Molly Morgan...), aunque cada personaje es protagonista como máximo de una (es decir, en el resto tiene sólo un papel secundario).

La crónica de Las Praderas del Cielo es una reata de frustraciones: es la crónica de la fatalidad, como ya he dicho. Y sin embargo, el nombre del lugar está en relación con el salmo que reza “El Señor es mi pastor..., en verdes praderas me hace reposar”. Sus personajes son a veces ingenuos y a veces ruines, pero en ellos hay también grandeza: son pioneros y tienen todo un mundo que levantar, y esa misión, más implícita que declarada, se descubre nítidamente como telón de fondo de las diferentes historias, en admirable armonía con la mezquindad de los propósitos personales de cada hombre y de cada mujer.

Me gusta el ritmo fluido y desenfadado de la narración: “A George no le importó la epilepsia. Sabía que no podía tener todo lo que quería. Myrtle se convirtió en su esposa, le dio un hijo, y después de tratar de quemar su casa en dos ocasiones, fue encerrada en una pequeña prisión particular llamada Sanatorio Lippman, en San José”.

Lo confieso: también me gusta que las historias acaben mal. Las praderas del cielo es un álbum de fracasos, de sueños ingenuos que se estrellan con la realidad: es una inevitable sucesión de finales tristes, inapelables, catárticos.

martedì 30 novembre 2010

Al menos, pensar

Si el teatro tuviera hoy el peso que ha tenido en épocas menos prosaicas, como la de Esquilo o la de Shakespeare, tal vez Antonio Buero Vallejo (1916-2000) sería tenido por el mayor escritor español del siglo XX.

El sueño de la razón, que recientemente ha sido publicado en la colección Austral (Espasa-Calpe, 2009), es un drama de Buero Vallejo sobre Goya. Estrenado en 1970, fue inevitablemente visto, interpretado, escrutado en clave política. “El sueño de la razón produce monstruos”, había sentenciado Goya en su inquietante aguafuerte, desafiando al oscurantismo borbónico. Y siglo y medio después, Buero Vallejo volvía a proclamarlo en la España de Franco.

Por desgracia, el problema no es sólo político, y por eso hoy, en nuestra democrática Europa, la razón sigue aletargada en muchos espíritus. O al menos, esa impresión me da. A alguno le parecerá un detalle poco significativo, pero a mí me decepciona ver que la gente, cuando va sola por la calle, está más dispuesta a sumirse en la música de su ipod que en la de sus pensamientos.

¡Y a mí que me gusta pensar! No me refiero, entiéndase bien, a teorizar sobre cosas abstrusas. Hablo de contemplar y contemplarse; de reflexionar sobre lo que pasa y poner en discusión la propia vida; de considerar el mundo, y el creador del mundo, desde la atalaya íntima del yo.

En algunas escenas de El sueño de la razón, Buero Vallejo se ha servido de un recurso de gran efecto que la biografía de Goya justifica: el silencio. Y así vemos a Goya que agita violentamente una campanilla de la que no sale ningún sonido, pero a cuyo reclamo acude una criada. Vemos luego a ésta mover los labios sin que de ellos salgan palabras. A algo parecido se asistía ya en una de las primeras obras de Buero, En la ardiente oscuridad, en la que en cierto momento se apagan todas las luces de la sala y la ceguera de los protagonistas se convierte, para los espectadores, en una experiencia física.

En El sueño de la razón es la sordera de Goya lo que Buero quiere que el público comparta por un momento. Pero esa sordera no es un límite: al revés, es la inmunidad al ruido exterior, al bombardeo constante de incitaciones ajenas que tantas veces sofoca la interioridad.

Para pensar, es decir, para hacer precisamente eso que es propio de nuestra condición de seres racionales —para ser nosotros mismos, en definitiva—, es necesario un mínimo de interioridad, de estar solo con uno mismo, y eso hoy en día se ha convertido casi en un lujo de pocos. “No hay nada tan duro como tener que estar solo; no hay nada tan bello como poder estar solo”, dijo Hans Krailsheimer, alguien del que sólo conozco esa frase, pero que aunque sólo sea por ella merece respeto.

Pensar: es lo mínimo, ¿no? A mí eso me parece. Sobre todo, es que si no la alternativa es realmente monstruosa.

lunedì 15 novembre 2010

Un racconto latitante di Katherine Mansfield

E quindi tutte le raccolte italiane di Katherine Mansfield sono incomplete: a tutte manca, almeno, un pezzo. Ricordo in particolare quella di Newton & Compton intitolata Tutti i racconti, supereconomica, in traduzione di Maura Del Serra: anche ad essa manca Coraggioso amore, che solo pochi mesi fa, per i tipi dell’editore Manni, ha visto finalmente la luce in Italia, pubblicato come racconto a se.

Coraggioso amore è rimasto inedito per anni e anni perché, eccezionalmente, non è stato consegnato dalla Mansfield, alla fine dei suoi giorni, al marito John Middleton Murry, editore insaziabile dei suoi resti manoscritti, ma all’amica Ida Baker. Questa amica sua non doveva essere altrettanto amica del marito, visto che si è tenuta il segreto per sé e soltanto dopo che lui è morto (1957) lo ha divulgato. Si arriva così al 1974, mezzo secolo dopo la morte dell’autrice, quando finalmente Coraggioso amore (Brave Love) compare in una edizione aggiornata delle Collected Stories of Katherine Mansfield. In Italia però nessuno lo traduce fino al 2009.

Coraggioso è l’amore del candido, generoso Mitka per la subdola Valerie. Coraggioso ma condannato al fallimento, anzi alla tragedia: inevitabilmente Valerie farà il passo dalla falsità alla crudeltà, e Mitka dall’ingenuità alla pazzia. Questa è la storia, in estrema sintesi.

Un finale troppo facile, dirà qualcuno: una storia così la scrive anche un dilettante...

Be’, sì e no. È vero che questa storia —come Marco Sonzogni, nell’introduzione del volume, ricorda a più riprese— grida dappertutto la sua incompiutezza, la sua stesura soltanto provvisoria. E in questo senso, pur tenendo testa, per stile e per capacità di suggestione, ad altri pezzi di bravura della Mansfield, è una storia che difetta di proporzione, di misura, di quella grazia con cui, per esempio, Il Signor e la Signora Colombo, un racconto per tanti versi simile, trova la strada della conclusione.

Ma ecco, poi c’è lo stile, i lampi di genio che lasciano meravigliato anche il lettore meno sensibile. Pensare che un qualsiasi autore di serie B avrebbe potuto scrivere un racconto come Coraggioso amore è un’ingenuità degna di Mitka: “«Sei stanca, Valerie.» «Sì, credo di esserlo un po’. È il sole.» E Mitka si vide all’improvviso come un immenso gigante che prendeva il sole e lo scaraventava via perché splendeva su Valerie con troppa intensità”.

sabato 30 ottobre 2010

L'Omero rosso

Ricorre oggi il centenario di Miguel Hernández, e mi auguro che anche in Italia, non solo in Spagna, qualcuno se ne occupi.

Io, nel mio piccolo, propongo la lettura di Canzone ultima, pezzo conclusivo della raccolta El hombre acecha (L’uomo in agguato), un libro con una storia avventurosa: pubblicato a Valencia nel 1939, pochi giorni prima della fine della guerra, rimase non cucito e non rilegato, e a un certo punto le copie stampate andarono perse. Infatti, soltanto per indizi indiretti poté essere poi, parecchi anni dopo, ricostruito.

Canzone ultima

Non vuota, ma dipinta:
dipinta è la mia casa
col colore delle grandi
passioni e disgrazie.

Ritornerà dal pianto
là dove fu portata
con la deserta mensa,
con l’infelice letto.

I baci fioriranno
là sopra i suoi cuscini.
E, tutt’intorno ai corpi
solleverà il lenzuolo
il suo denso rampicante
notturno, profumato.

L’odio si acquieta e smorza
là dietro la finestra.

Dolce sarà l’artiglio.

Lasciatemi la speranza.


Mi piace, dall’inferno della guerra, questa sfida finale a Dante, questa invocazione alla speranza che sembra una provocazione, più che una invocazione. La traduzione è di Dario Puccini.

L’originale di Hernández invece suonerebbe così:

Canción última

Pintada, no vacía:
pintada está mi casa
del color de las grandes
pasiones y desgracias.

Regresará del llanto
adonde fue llevada
con su desierta mesa,
con su ruinosa cama.

Florecerán los besos
sobre las almohadas.
Y en torno de los cuerpos
elevará la sábana
su intensa enredadera
nocturna, perfumada.

El odio se amortigua
detrás de la ventana.

Será la garra suave.

Dejadme la esperanza.


Persa la guerra e persa la sua opera nel 1939, il poeta rivoluzionario (“l’Omero rosso”, lo ha chiamato rispettosamente qualche scrittore dell’altro bando) può dare anche per persa la vita nel 1940, quando lo raggiunge la condanna a morte. Poi la pena gli viene commutata in trent’anni di prigione, ma la tubercolosi lo condurrà lo stesso alla tomba nel marzo 1942. In carcere, finché la morte non arriva, scrive ancora, e le sue poesie, indirizzate quasi tutte alla moglie, sono sempre più strazianti, più spoglie, più belle. Poesie comunque condannate per molti anni al silenzio.

venerdì 15 ottobre 2010

En construcción

Cuando lo leí, hace muchos años, Ciudadela, el libro póstumo de Saint-Exupéry, me dejó bastante impresionado. Quizá demasiado, no sé: ahora lo hojeo a veces un rato, y no es raro que lo cierre con la sensación de que no es para tanto. Pero sigo recomendando su lectura.

Hay un pasaje que, desde luego, me ha ganado a la causa que defiende: ése en el que el futuro jeque oye a su padre el elogio de la construcción y la condena de la ciudad terminada. Tu pueblo vive no de lo que recibe, sino de lo que da, viene a decir el padre: una vez acabada tu ciudad, los mismos que durante la construcción han trabajado al unísono se convertirán en lobos que se disputan las provisiones. Y con su escritura abocetada, típica de esta obra ejemplarmente inacabada, escribe Saint-Exupéry: “Digo que mi obra está acabada simplemente cuando falta mi fervor. Entonces mueren porque están ya muertos”.

En mi ciudad natal, Barcelona, la metáfora de la construcción eterna, inacabada, tiene un nombre propio: el templo de la Sagrada Familia, de Gaudí, que después de más de un siglo de obras sigue a medio hacer. El Papa va a consagrarlo el próximo 7 de noviembre, pero después Barcelona seguirá levantando sus torres, labrando sus pináculos, esculpiendo sus fachadas... todavía durante muchos años.

Más de uno que me había dicho que no vería en vida la Sagrada Familia terminada ya se ha muerto. Yo no sé si la veré terminada. Lo que sí sé es que mientras la construyamos estaremos en el buen camino.

La perfección, dice el jeque de Saint-Exupéry, no está en detenerse, sino en trasmutarse en Dios. Bonita idea: bonita y estimulante idea, que pienso que de algún modo la misa del Papa en la Sagrada Familia va a confirmar.

domenica 26 settembre 2010

Parada (cuento reciclable)

Oyó el motor y se giró hacia la izquierda: el autobús salió de detrás de la curva, con él al volante.

Lo vio, con camisa y corbata azules, justo antes de que él la viera. Él la vio, y sólo entonces se acordó: se llevó la mano a la frente y dijo “¡Ahí va!”.

La señora del impermeable se volvió hacia él. “¿Qué pasa, ya hemos pasado el cruce?”, le preguntó. Él la miró. Ya se le había olvidado cuándo tenía que avisar a aquella señora. “Eh..., perdone, ¿dónde me ha dicho que quiere bajarse?”. Ella buscó en el bolso el plano que le había dado su hija, pero antes de encontrarlo le sonó el móvil: era su yerno.

“¿Dónde estás?”, dijeron los dos a la vez. “Son las tres y veinte”, dijo él. Ella miró el reloj. “Perdona, son y cuarto, y en cinco minutos estoy ahí, pero dime dónde estás”. “Estoy esperándote”, le respondió él, de nuevo elusivamente. “Hasta ahora”, dijo ella.

Él colgó y llamó a su mujer. “¿Qué me dices?”, preguntó ella. “Nada, que igual tu madre aparece en casa directamente. Si eso, llámame, para no estar aquí todo el día esperándola”.

Ella se quedó intranquila: estaba segura de que su madre era incapaz de llegar a casa sola. “De acuerdo”, respondió.

“¿Qué pasa?”, le preguntó su hijo, viéndola seria. Ella sonrió. “Pues que papá está esperando a la yaya y la yaya no llega: sólo eso”. “¡La yaya!”, dijo él, “¡es verdad!”. Y salió corriendo a la cocina.

“Tata”, le dijo a la asistenta, “acuérdate que hoy viene la yaya”. La asistenta siguió en el fregadero, de espaldas a él. “Sí, guapo”, se limitó a decirle, pero por la garganta se le escapó un sollozo. Se hizo un breve silencio. “¿Estás llorando?”, preguntó él. “No, no estoy llorando...”, respondió ella, entre convulsiones, “¿cuándo has visto que una persona mayor llore...? Anda..., déjame que termine de ordenar esto y luego te enseño un cuento”.

Esperó a que él saliera y se secó las lágrimas con un pañuelo. Luego volvió a tomar el móvil, que yacía, mudo pero iluminado, sobre el mármol, y reanudó la conversación con su novio: “¿Oye?..., ¿me oyes?..., por favor, anda... ¡Cariño, por favor...!”.

El ex-novio no dijo nada: dejó sonar por última vez en sus oídos, durante unos segundos, aquella voz familiar, pero finalmente pulsó la tecla roja del aparato sin haber pronunciado palabra. “Ya está, se acabó”, dijo mirando a su profesora de inglés, que acto seguido le rodeó delicadamente el cuello con los brazos y le besó en la mejilla.

“Ahora vete”, le dijo ella, y él se marchó. Ella permaneció en la parada, en espera del autobús y de su padre. No las tenía todas consigo: temía que su padre se hubiera olvidado de comprarle el líquido para las lentillas.

Oyó el motor y se giró hacia la izquierda: el autobús salió de detrás de la curva, con él al volante.

domenica 12 settembre 2010

Storie dell'Etiopia

Hailè Selassiè, imperatore dell’Etiopia (1892-1975), è un personaggio singolare e tragicomico: un misto di Caligola e Luigi XIV che un errore della storia ha collocato nel Novecento. A lui ha dedicato Ryszard Kapuscinski uno dei suoi libri, Il Negus (1978), che ho letto in questi giorni nell’edizione tascabile distribuita da Feltrinelli nel 2003.

Kapuscinski, per raccontare la storia del negus, fa parlare anonimamente gli uomini della sua corte dopo la caduta sua e loro: uomini che a quanto sembra è riuscito a intervistare personalmente. I discorsi di questi signori spesso non sono né credibili né concludenti, per cui il metodo funziona relativamente. Comunque, il montaggio dei vari spezzoni è tutto sommato agile, grazie anche a contributi strategici dell’autore stesso, che ogni tanto esplicita direttamente il filo della storia. Questi racconti in prima persona, per distinguerli dagli altri, Kapuscinski li fa stampare in corsivo.

Siamo alla battute finali del regime di Hailè Selassiè (1974), e a proposito dei militari che assediavano allora il palazzo del negus, leggo in corsivo (cioè dichiara Kapuscinski): “ciò che li spingeva alla lotta non era la povertà (mai sperimentata di persona), ma un senso di vergogna e di responsabilità morale”. “Uomini estremamente coraggiosi”, li chiama anche, in un altro passaggio, il reporter polacco. Sorprendente: Kapuscinski ovviamente sapeva, quando scriveva queste parole, che il primo uomo forte dopo la caduta del negus, il generale Michael Aman Andom, era stato giustiziato nel giro di pochi giorni, e che la stessa fine aveva fatto il secondo, Teferi Benti, nel 1977, e con loro molte altre persone.

Di questi uomini, vittime delle lotte per il potere in seno a quella cerchia di militari “estremamente coraggiosi” e di spiccata “responsabilità morale”, non parlano né Kapuscinski né i cortigiani del negus. Dei ribelli, l’unico volto che compare —fugacemente, ma senza alcuna ombra di critica— è quello del terzo uomo forte, cioè di colui che si è imposto sui cadaveri dei suoi due predecessori, Menghistu Haile Mariam. Non so cosa pensare, perché mi mancano dati, ma questa volta non me la sento di parlare bene di Kapuscinski.

So che con Menghistu l’Etiopia è rimasta il fanalino di coda nella graduatoria internazionale della ricchezza; so che la fame ha continuato a mietere vittime in numeri tremendi; so che il conflitto eritreo, che Aman voleva risolvere in modo pacifico, si è saldato con la secessione dell’antica provincia imperiale dopo una guerra sanguinosa... Nel 1991, una nuova ribellione ha cacciato Menghistu. Poi, chissà ché cosa sarà successo.

Ma consentitemi di dare spazio ad un’altra storia dell’Etiopia, per finire in modo non troppo pessimistico. Una volta ho incontrato un religioso etiopico, superiore di un seminario con più di cento alunni nel nord del paese e promotore di un’opera assistenziale ed educativa di grande portata. Per il suo aspetto escatologico e per la sua fede rocciosa, mi ha fatto una impressione molto forte. Stava per tornare in Etiopia, dopo alcuni giorni in Europa... Poi, chissà ché cosa sarà successo.

domenica 29 agosto 2010

Nessuno è perfetto

Appena letto Altezza Reale (Garzanti, 2004). Piacevole, ma non il massimo per un autore come Thomas Mann. Comunque, è uno di quei grandi progetti che hanno scandito la sua vita di scrittore: dopo la stesura dei Buddenbrock (1897-1901) e prima di intraprendere La montagna incantata (1912-1924), il grosso del suo lavoro, dal 1903 al 1909 (ovviamente in modo compatibile con altri compiti di portata minore: racconti, novelle, ecc.), è stato speso in Altezza Reale.

Klaus Heinrich fa di mestiere il re, pur senza esserlo veramente: per problemi di salute, il re in carica, suo fratello Albrecht, ha delegato in lui tutte le sue funzioni. Tutto sommato, non è un lavoro troppo impegnativo, perché quelle del re sono funzioni soltanto di visibilità. Infatti per Klaus Heinrich fare il re significa rappresentare, cioè recitare: incassare gli applausi della folla con espressione cordiale, far finta di voler essere informato sullo stato dell’ospedale pediatrico, mostrarsi interessato agli sviluppi della società di cacciatori, e così via. E, diciamo tutto, questo mestiere lo fa molto bene, con grande professionalità, nonostante un difetto fisico —una mano atrofizzata— che ovviamente rema un po’ contro.

Quella mano si rivelerà presto il simbolo di un’altra atrofia, quella dei suoi rapporti con il mondo reale, che la sua educazione da re ha rinsecchito. È il punto debole di Klaus Heinrich.

Tutti ne abbiamo uno (almeno uno), non è vero? Anche le persone più eccellenti. E così c’è quell’uomo sportivo, elegante, professionalmente in gamba..., che poi risulta psicologicamente fragile. O quell’altro colto, sensibile, originale, ma da tutti in azienda ritenuto inaffidabile. O quella donna dolce, simpatica, intelligente..., con però forse qualche chilo di troppo.

Il punto debole diventa normalmente il tallone di Achille, la fessura della vulnerabilità. Ma non è sempre così. Non è così, per esempio, per Klaus Heinrich, che invece troverà uno squarcio di salvezza proprio nel suo punto debole: in quella mano atrofizzata che Imma, la ragazza americana, ha voluto un giorno baciare con tenerezza.

domenica 15 agosto 2010

Una glosa de Lope de Vega

La Asunción: si no hoy, cuándo. De las Rimas sacras de Lope de Vega saco esta glosa en cuatro décimas sobre la Asunción de la Virgen.

De las Rimas sacras, sí, aunque, vamos a decirlo todo, yo en realidad la he encontrado en Los misterios del Rosario (Rialp, 2003), una antología de textos espirituales editada por José Antonio Loarte. A Loarte lo que es de Loarte.


Hoy sube al cielo María,
que Cristo en honra del suelo,
traslada la casa al cielo
donde en la tierra vivía.


Hoy el palacio real,
de solo Dios habitado,
sube a su patria inmortal,
al imperio el animado,
y el terreno al celestial:
hoy la casa en que vivía
la eterna sabiduría,
hoy la soberana aurora
la luna pisa, el sol dora,
hoy sube al cielo María.

Suben las columnas graves
de aquella siempre bendita
casa, y las celestes aves
al fénix que resucita
dicen con voces suaves:
¿Cómo sube en mortal velo,
o quién la conduce al cielo?
¿La tierra puede subir?
Pero bien pueden decir,
que Cristo en honra del suelo.

Vuestro privilegio pasa,
casa ilustre, de la ley
común, porque fuiste casa
del Rey, ni pagara el Rey
tal casa con mano escasa.
Levantad al cielo el vuelo,
casa hermosa, honrad al suelo;
de Dios lo fuisteis, y Dios,
por no estar en él sin vos,
traslada la casa al cielo.

Suba a que el premio le den,
que tan alta gloria encierra;
suba el breve cielo, en quien
halló Dios casa en la tierra,
adonde cupo tan bien;
suba con justa alegría,
que no es bien, pues que María
fue de Dios cielo en el suelo,
que se vuelva en tierra el cielo,
donde en la tierra vivía.

venerdì 30 luglio 2010

El lago aciago

En marzo pasé unos días en una casa con vistas a un lago. Las canoas se deslizaban diminutas en la lejanía, y observarlas me remansaba interiormente. Hacía yo un curso de retiro, que es una cosa de rezar, por si alguien no lo sabe. Es una experiencia que aconsejo. Sobre todo, la aconseja el Papa: por ejemplo, en su carta a los católicos de Irlanda a propósito de la pedofilia.

Los lagos me sugestionan: pienso en Los novios, de Manzoni; en La isla del lago de Innisfree, de Yeats; en Suite francesa, de Irène Némirovsky; en La laguna negra, de Bécquer. Pienso también en los evangelios, con tantas historias en torno al lago de Genesaret.

La literatura que podríamos llamar lacustre no es poca. A ella pertenece una novela de Flannery O’Connor publicada en España con un título no particularmente feliz, Los profetas (Lumen, 1986). El título original, The Violent Bear It Away, es mucho más denotativo.

En el lago se ha consumado la acción tremenda, infame, del joven Tarwater, que a continuación ha escapado. Su tío Rayber se queda en la orilla, impotente más que indignado, y por primera vez el lector simpatiza con él.

¿Dónde está Tarwater? Tantas veces me he hecho yo esa pregunta: ¿Dónde estará aquella persona que un día, misteriosamente, dejó de hablarme para siempre? ¿Qué habrá sido de aquella otra que defraudó mi confianza y a la que ya no he vuelto a ver? Me resulta difícil imaginar el derrotero de quienes en cierto momento han desaparecido de mi horizonte. Ya llegará el día en que volvamos a encontrarnos, si llega.

A Tarwater hay alguien que le sale al encuentro muy pronto: alguien con una voz conocida. El ingenuo de Rayber había pensado que la batalla final estaba planteada entre su racionalismo de maestro rural y el fundamentalismo del viejo chiflado con el que el muchacho había crecido. No sabía de qué iba la cosa: Tarwater luchaba no con un “pobre diablo” como él, sino con el diablo auténtico y verdadero.

Jesucristo despierta más compasión en la columna de los azotes que en Getsemaní, pero yo pienso que para él debió de ser mucho más dura la oración en el huerto, en la que el diablo encontró “el momento oportuno” que esperaba desde las tentaciones del desierto, que la flagelación a manos de un pobre diablo de la cohorte romana. Eso le pasa a Tarwater. Sólo que él no es Jesús.

Una mujer escribió a Flannery O’Connor, después de leer Los profetas, para pedir explicaciones sobre algo que le había escandalizado: la violación de que es objeto Tarwater casi al final de la novela, tras una borrachera. La respuesta fue que no había sido posible encontrar otro modo moralmente congruente de representar al diablo y de hacer que Tarwater descubriera qué es el mal.

Es una novela dura, Los profetas. Pero puede ser una buena lectura veraniega. Se publicó precisamente en verano: en el de 1960, hace ahora cincuenta años.

venerdì 16 luglio 2010

Wyslawa Szymborska: ancora qui

Nel 2009, a 86 anni, Wyslawa Szymborska ha pubblicato Qui, una nuova raccolta poetica. In italiano è entrata nel volume La gioia di scrivere (Adelphi), che ha un sottotitolo non proprio preciso, Tutte le poesie 1945-2009: non preciso perché in realtà mancano all’appello alcune —poche— poesie giovanili, ripudiate e sigillate molto presto dall’autrice, insieme alla sua effimera militanza comunista.

Senz’altro un giorno quei testi per lei forse ingombranti saranno ristampati: basta aspettare. Intanto ecco, dal recentissimo Qui, un poemetto scritto, per così dire, a quattro mani con un pittore, Vermeer: il poema della quotidianità che incontra la luce dell’immortalità.


Vermeer

Finché quella donna del Rijksmuseum
nel silenzio dipinto e in raccoglimento
giorno dopo giorno versa
il latte dalla brocca nella scodella,
il Mondo non merita
la fine del mondo.


Credo che sia stato Cocteau che, alla domanda su cosa sarebbe da salvare se il Louvre un giorno prendesse fuoco, ha risposto: “Il fuoco!”. Ovviamente, Wyslawa Szymborska è di tutt’altro parere.

domenica 27 giugno 2010

Idee chiare e volontà: ancora su Joseph Roth

L’editore Dalai, già Baldini Castoldi, ha appena riproposto La leggenda del santo bevitore, la novella postuma di Joseph Roth (1939), un’opera che mi sembra un prodigio di letteratura, ma anche di mistificazione: non c’entra niente con il destino, secondo me, quella deriva verso l’autodestruzione. Non c’è in essa tragedia, non c’è grandezza, non ci sono degli eroi. C’è soltanto la fatalità dell’uomo senza volontà, condannato a subire se stesso, adagiato senza resistenza alle proprie debolezze, incapace di coronare i progetti a cui è chiamato.

È un tratto comune a tanta letteratura dell’ultimo secolo, è vero. Eppure...

Alcuni danno del puritano, o del metodista, a chi predica l’esercizio della volontà contro gli appetiti, ma è ovvio che la volontà non è un elemento meno umano degli appetiti, e quindi non si è più uomini cedendo all’istinto che subordinandolo alla volontà.

Dai Quaderni di Simone Weil:

“La volontà. Non è difficile fare qualsiasi cosa, quando si è animati dall’idea chiara di un dovere. Ma la cosa dura è che nel momento in cui si soffre questa idea chiara svanisce, e non resta che la coscienza di una sofferenza impossibile da sopportare.
Ma è vero anche l’inverso: al momento di prendere la decisione, il dovere è presente, la sofferenza ancora lontana. La volontà non potrebbe trionfare se dovesse lottare direttamente contro forze superiori. Tutta l’arte del volere consiste nel profittare del momento in cui la lotta non è cominciata per determinare in un senso conforme a ciò che si vuole la situazione oggettiva in cui ci si troverà nel momento in cui si sarà deboli.
«Tu tremi...» [parole di Turenne al proprio corpo: «Tu tremi, carcassa, ma se sapessi dove sto per condurti, tremeresti ben di più», N.d.T.].
L’unica arma della volontà consiste, per la parte in cui essa è un pensiero, nel poter abbracciare i diversi istanti del tempo, mentre il corpo è limitato al presente. In definitiva, si tratta dunque semplicemente di rifiutare alle passioni il concorso del pensiero.
Non «prendere delle risoluzioni», ma legarsi le mani in anticipo”.

Sempre sulla volontà, ricordo quella frase di una poetessa spagnola, Carmen Conde (1907-1996), sulla “volontà di ferro” che opponeva a ciò che desiderava ma non voleva fare.

Mi piace questa contrapposizione tra volere e desiderare. Non sono la stessa cosa, è chiaro. Oggi però spesso si scambiano, a danno della volontà, naturalmente, non del desiderio, perché nella mescolanza ha sempre la meglio la parte inferiore.

Malgrado il titolo, La leggenda del santo bevitore è la storia di un bevitore non santo. Abulico e meschino, crede nei miracoli ma in realtà non li vuole. Fa rimpiangere quel “santo assassino" (così viene preconizzato da una indovina) di nome Tarabas.

domenica 13 giugno 2010

Un personaggio russo di Joseph Roth

Le figure oscene disegnate sulle pareti della taverna cadono a pezzi sotto i colpi di pistola. I soldati si divertono con quell’esercizio folle di tiro al bersaglio. Finché a un certo punto compare sul muro un affresco della Madonna. Qualcuno grida al miracolo, ma basta poco per far ritornare il buon senso. E così in pochi minuti ci si organizza per punire i soliti sospetti, cioè gli ebrei. Sospetti, questa volta, di aver ricoperto quell’immagine sacra con uno strato di calce.

È la scena memorabile del pogrom, in Tarabas, uno degli ultimi romanzi di Joseph Roth, del 1934.

Attorno a Joseph Roth, e attorno al singolare misto di reazione, nostalgia e alcolemia da lui rappresentato, si è sviluppata una leggenda che ciclicamente viene alla ribalta. Comune mortale quale sono, io stesso ho ceduto alla leggenda e sono diventato per un certo tempo un lettore vorace dei suoi libri. Ma sono pochi quelli di cui ho un ricordo forte. Non certo quelli del ciclo asburgico (La marcia di Radetzki, La cripta dei cappuccini), dai personaggi molli che sbadatamente vedo andare in rovina. Tarabas, ecco invece un romanzo di Roth con un protagonista spiritualmente robusto, di quelli che non ti fanno dormire. Lo ha pubblicato, naturalmente, Adelphi.

Nikolaus Tarabas ha perso l’impero, e fin qui niente di nuovo nella tipologia dei personaggi di Roth: come i Trotta nel ciclo asburgico hanno perso l’impero austroungarico (o come lo stesso Roth nella vita reale), così Nikolaus Tarabas ha perso l’impero dello zar ed è rimasto heimatlos, senza patria. Perciò a un certo punto la guerra —quella guerra civile in cui la Russia, dopo la rivoluzione, continuava a dissanguarsi— diviene la sua patria: “la guerra divenne la sua patria” , scrive Roth in uno dei suoi rari momenti di fanfara linguistica, “la guerra divenne la sua grande, sanguinosa patria”.

Infatti Tarabas è votato alla guerra come un suddito fedele al suo re. E, nuovo Saulo per le strade del mondo, quando nella guerra trova la sua Damasco, della guerra conserva l’estro e lo slancio. Violento e imprevedibile come la guerra, Tarabas è spinto da forze tanto profonde da rasentare l’inumano. Ma, bisognoso di redenzione, non lo vedremo tra quelli che la cercano nei facili capri espiatori.

Nikolaus Tarabas è russo. Ed è il caso di dire, non solo per questo, che la sua storia avrebbe potuto raccontarla Dostoevskij.


domenica 30 maggio 2010

Visión y delirio en Chéjov (más historias de la otra Europa)

Leí, hace casi un año, una antología de Cuentos de Chéjov (Alba, 2007) que contiene 62 títulos. O sea, es una antología bastante extensa. Y sin embargo, deja fuera algunas de las piezas que Tolstoi, autor de un temprano ranking de los cuentos de su colega (en la foto los vemos juntos a los dos), consideraba mejores. Del dato deja constancia honradamente, en el prólogo, el responsable de la edición, Víctor Gallego, que lo justifica, entre otras cosas, por la gran versatilidad de Chéjov, capaz de encantar a cada uno por un motivo distinto.

A mí me gustaron sobre todo dos cuentos de delirio, Tifus y El monje negro, en los que la frontera entre la existencia real y la alucinatoria es de una porosidad inquietante. Chéjov era médico, y evidentemente conocía bien esos estados límite de la conciencia en que la enfermedad subvierte la percepción ordinaria de la realidad. Pero una cosa es conocerlos y otra expresarlos literariamente. En esto, pienso que es mucho lo que le debe la representación de la melancolía en Katherine Mansfield y la de la embriaguez en Carver. Ambos son discípulos confesos de Chéjov. Otros grandes maestros del “flujo de conciencia”, como Joyce y Proust, seguramente también deben mucho a los experimentos de Chéjov en el campo de la conciencia paralela, pero no sé si lo han reconocido expresamente.

Tifus y El monje negro tienen una curiosa relación de simetría. En Tifus, el protagonista se cura, pero la realidad que encuentra a su alrededor al regreso del delirio se demuestra mucho peor que la caprichosa enfermedad que ha padecido. En El monje negro pasa lo contrario: el protagonista (que no es un monje) no se cura, sino que muere precisamente durante un acceso de delirio, pero gracias al delirio encuentra, en aquel postrer momento, una paz que hasta entonces le había sido esquiva y que se convierte en la imagen definitiva de su paso por el mundo. “En su rostro se había petrificado una sonrisa de felicidad”, escribe Chéjov inmediatamente antes del punto final.

En ambos casos, la enfermedad es una ventana abierta a la beatitud.

Chagall pintaba a los poetas con la cabeza al revés, porque ven cosas que los demás no ven. Algo semejante pasa con esas flores del mal (o con esas bendiciones, según se mire) que llamamos enfermedad, dolor, sufrimiento. Katherine Mansfield, que murió de tuberculosis con sólo 34 años y a quien por otro motivo acabo de citar, decía que la enfermedad le había enseñado a mirar el mundo con amor.

Es una consideración del dolor que quizá parezca muy rusa, muy de la otra Europa. Es también muy cristiana: “Cristo no vino al mundo para acabar con el dolor, sino para llenarlo con su presencia”, escribió Claudel. A su modo, Chéjov, tan frío en materia religiosa, hace justicia a esa verdad.


domenica 16 maggio 2010

Historias de la otra Europa: Mitrush Kuteli

Mitrush Kuteli es uno de esos autores que, si yo fuera editor, me gustaría publicar. Albanés, nació en 1907 y murió en 1967. De él sólo me consta un libro en castellano: El otoño de Xheladin Bey (Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, 1995). Pero en francés y en italiano, por ejemplo, tiene traducido mucho más.

Componen El otoño de Xheladin Bey seis cuentos: seis historias rurales de candor y de magia escritas con una imaginación explosiva y con un respeto religioso, encantador, de las tradiciones que atan al hombre a la tierra en esa exótica parte de Europa llamada Albania.

Como botón de muestra, Los Gjonomadhe y los Gjatolli, un cuento digno de ser leído antes que Abril quebrado, la famosa novela de Ismaíl Kadaré. Abril quebrado, ahora me doy cuenta, seguramente ha tomado muchos elementos de esa historia de venganzas infinitas de Kuteli. Salvo en el título, ciertamente enrevesado (al menos para mí), Los Gjonomadhe y los Gjatolli es más ágil, más fresco, que Abril quebrado. Y no por eso menos poético.

“La patria es la patria incluso cuando te mata”, escribió Kuteli en su testamento, con elíptica alusión a sus años de cárcel bajo la dictadura de Enver Hoxha. Lo mismo pueden decir de sus aciagos terruños las familias de los Gjonomadhe y los Gjatolli, hasta el día en que... No, no sigo: ya varias veces, a propósito de otros comentarios, me han criticado por contar el final. Me limitaré, por tanto, a invitar a la lectura del libro.

Sólo diré que también para Mitrush Kuteli parece haber llegado un nuevo día: en Pogradec, su ciudad natal, a orillas del lago de Ohrid, se acaba de inaugurar con gran pompa un monumento en su memoria.

venerdì 30 aprile 2010

Così piccoli, così grandi (ancora Auschwitz)

Prima della biografia di Edith Stein avevo letto quella di un’altra ebrea, convertita pure al cristianesimo e finita pure ad Auschwitz: Irène Némirovsky (1903-1942), grande scrittrice francese, anche se russa di nascita, e donna, a mio avviso, di grandi qualità morali, tanto per smentire il topico della sregolatezza del genio.

La vita di Irène Némirovsky, di Olivier Philipponat e Patrick Lienhardt (Adelphi, 2009) è una buona biografia, alla misura del personaggio. Peccato che talvolta sia appesantita dalla troppa foga con cui combatte certi pregiudizi dell’epoca.

Comunque, devo dire che il tema della conversione, che per il momento in cui avviene è necessariamente polemico (Irène e i suoi —marito e due figlie— ricevono il battesimo nel febbraio 1939), è trattato in modo serio.

“Sa benissimo che niente, nemmeno l’acqua battesimale, potrà lavarle il sangue. «Allora, perché?» le chiede Cécile. «Perché avete cambiato religione, voi che siete migliore di tanti cattolici?»”. Cécile è Cécile Michaud, la bambinaia delle figlie, una donna in cui Irène ripone totale, meritata fiducia; una donna che con questa frase si è guadagnata anche la mia simpatia di lettore cattolico.

Philipponat e Lienhardt sostengono che, in realtà, un atteggiamento di fronte alla Chiesa come quello della Némirovsky era allora un fenomeno non raro tra gli intellettuali ebrei, e fanno l’esempio del filosofo Henri Bergson. Nel suo testamento, datato 1937, quattro anni prima della morte, Bergson aveva confessato di essere giunto alla conclusione che il cristianesimo fosse la compiuta realizzazione dell’ebraismo, anche se per solidarietà con il suo popolo, in quel momento di antisemitismo in piena, non voleva ricevere il battesimo.

La posizione di Bergson è nobile quanto quella della scrittrice. E il fatto che lui sia deceduto a Parigi di morte naturale e lei invece ad Auschwitz è soltanto uno scherzo del destino.

Perché, allora? Philipponat e Lienhardt parlano di alcuni sacerdoti che sono stati decisivi nella sua conversione: soprattutto Roger Bréchard, che morirà eroicamente in guerra e ispirerà il personaggio più positivo di Suite francese, il padre Péricand; poi Georges Chevrot, parroco di Saint-François-Xavier; infine, il rumeno Vladimir Ghika, compagno dei Maritain nell’impegno di catechizzare il milieu culturale francese e futuro martire del comunismo.

La produzione degli ultimi anni di Irène, quella rimasta in buona parte inedita fino a pochi anni fa e a cui deve, in sostanza, il suo attuale revival, prende avvio da una frase sentita a Chevrot in una messa domenicale nel settembre 1939, appena cominciata la guerra: “Come siamo piccoli, fratelli, e come siamo grandi”.

La Francia in guerra che procede in misera parata sulle pagine di Suite francese è fatta di gente piccola, meschina. Ma in quelle anime c’è qualcosa di grande..., se grande significa tragico, naturalmente.

Grande è stato, per esempio, il destino non solo di Irène Némirovsky, ma anche del marito, quell’oscuro Michel Epstein che, dopo l’arresto della moglie, si è esposto inutilmente per cercare di salvarla, senza altro risultato che quello di essere anche lui deportato ad Auschwitz e lì fatto morire.

venerdì 16 aprile 2010

Destinazione Auschwitz

Francesco Salvarani, sacerdote ultraottantenne, ha pubblicato il suo primo libro: Edith Stein (Ares, 2009). Tanto per cominciare, complimenti all’autore per questa opera prima. E prendo atto che non è mai tardi per esordire.

Complimenti perché, pur essendo chiaro che Salvarani non è un biografo navigato, il libro è ben documentato e di lettura piacevole, addirittura eccitante.

Fa impressione, per esempio, il momento dell’arresto. “Suor Stein deve uscire adesso. Può cambiarsi l’abito o uscire così com’è. Le dia una coperta, un bicchiere, un cucchiaio e cibarie per tre giorni”: queste le spiegazioni date dall’ufficiale della Gestapo alla priora del Carmelo di Echt (Olanda). Qui la Stein era giunta, da Colonia, nel 1938. La priora riesce soltanto ad allungare da cinque a dieci minuti il tempo concesso a Edith e alla sorella Rose per uscire. È il 2 agosto 1942. Il 9, appena arrivate ad Auschwitz, sono mandate alla camera a gas.

Un’altra impressione forte: la piena dell’angoscia nella primavera della vita. Brillante studentessa a Gottinga, Edith riesce ad accedere, appena ventenne, all’olimpo della fenomenologia, a diretto contatto con Husserl. Eppure in quegli anni, tra il 1913 e il 1914, subisce una crisi esistenziale che la porta a pensare al suicidio come una possibilità molto concreta.

Da questa situazione di buio la tirerà fuori l’impegno come crocerossina durante la grande guerra, un impegno a cui si è votata con una dedizione che ha sorpreso a lei stessa. La conversione al cattolicesimo avverrà parecchi anni dopo, nel 1922.

Sono stato una volta a Münster e mi hanno fatto vedere, nella chiesa di San Ludgerus, un grande crocifisso che i bombardamenti del 1944 hanno lasciato senza braccia. “Non ho altre mani che le vostre”, è scritto adesso sopra quel crocifisso mutilato. Fu pregando davanti a quella croce che Edith decise di farsi suora, nel 1933. Salvarani parla, a questo punto, di San Ludgerus, ma non del crocifisso, anche se sottolinea che nel nome di religione da lei scelto, Teresa Benedetta della Croce, in latino “Theresia Benedicta a Cruce”, c’era la consapevolezza di essere stata “benedetta dalla croce”.

Pochi giorni prima, sempre nel 1933, si era rivolta a Pio XI per chiedergli una netta condanna del nazismo. La lettera, custodita nell’archivio segreto vaticano, è stata resa nota soltanto nel 2003. “Solo nel mio àmbito privato sono venuta a conoscenza di ben cinque casi di suicidio a causa di persecuzione”, scrive la Stein, ricordando senz’altro la sua terribile angoscia giovanile. Il Papa scriverà quattro anni dopo l’enciclica Mit brennender Sorge.

Ma non saranno le condanne della Chiesa a salvare gli ebrei. Anzi, in Olanda i cattolici di origine ebraica, come appunto la Stein, sono stati presi di mira dopo che i vescovi hanno denunciato le deportazioni di ebrei non battezzati, che i nazisti volevano restassero nascoste.

Flannery O’Connor riteneva Simone Weil e Edith Stein le due donne più interessanti del Ventesimo secolo. Simone è stata invitata più volte in questo libro-forum. Era giusto, mi sembra, aprirne le porte anche a Edith.

domenica 28 marzo 2010

Bambini buoni e adulti che fanno capricci

Di Giorgio Montefoschi non ho letto nessun romanzo. Di lui so soltanto che è un autore conosciuto in tutta Italia e che addirittura una volta ha vinto il premio Strega. So anche che abitiamo nello stesso quartiere. E poi ricordo di averlo sentito, tempo fa, nella presentazione di un libro non suo. Ecco tutto.

Quindi, se oggi Montefoschi subisce le mie attenzioni non è per i suoi libri. È per un articolo che ha pubblicato sul Corriere qualche mese fa, a ridosso del Natale. Un pezzo molto breve in cui dice cose che, pur giustissime e attualissime, raramente trovano spazio nel discorso pubblico.

La famiglia che non c’è più e il disagio crescente dei bambini

I bambini sono le prime vittime del mondo indifferente, rapace, volgare in cui viviamo. Ma lo sono non soltanto i bambini che muoiono di fame e di malattie nel Terzo Mondo. Lo sono, anche, moltissimi bambini ben «protetti» che vivono nel nostro mondo occidentale, e vanno a scuola, fanno lo sport, tornano a casa e guardano ore di tv.

La malattia mortale che tocca una quantità enorme di questi bambini «sani» è la famiglia. Non certo la famiglia tradizionale, nella quale esistevano un padre e una madre che vivevano insieme, e davvero in questo modo proteggevano e rendevano felici i loro figli. Perché, prima ancora di ogni politica e progetto (sacrosanti) per salvaguardare i bambini, questo, senza troppi giri di parole, e odiose falsità mondane, è il punto: la famiglia. La famiglia che, drammaticamente, con numeri ormai esponenziali, vediamo non esistere più. Il problema non è la regolamentazione delle unioni. Il problema, dolorosissimo, è il dover prendere atto della disgregazione delle unioni. I bambini, istintivamente, cercano l' unione, una Unità che è sostanziale del loro essere. Questo dovrebbero saperlo tutti i padri e le madri che oggi fanno una famiglia e dei figli, e poi, dopo due anni, dopo cinque anni, letteralmente si stufano, trovano un altro o un' altra o litigano o hanno qualche difficoltà, e per questo mandano all' aria la famiglia e distruggono la felicità dei loro figli. Le «nuove famiglie» che poi (ormai, purtroppo, in tutte le classi sociali) mettono in piedi questi padri e queste madri, le famiglie cosiddette «allargate», con il fidanzato della mamma e la fidanzata del papà, non sono più una famiglia. Sono un' altra cosa. Che magari funziona alla grande, magari è allegrissima con tutti quegli scambi di fidanzati e di fratellini. Ma non è la vera famiglia. Perché i bambini vogliono il loro padre e la loro madre. E non altro.

È vero che ci sono molte separazioni inevitabili. Ed è vero che i bambini nel dolore si fortificano e si adattano a tutto. Ma non per questo bisogna approfittare dei bambini: che sono assai più generosi e buoni degli adulti.

domenica 14 marzo 2010

Delibes como maestro

Ayer me enteré por el periódico de la muerte de Miguel Delibes. Hace poco me había preguntado a mí mismo si seguiría vivo, porque llevaba tiempo sin oír hablar de él.

Hubo un momento en mi vida en que fui un lector voraz, más que atento, de Delibes. Si en mi firmamento de libros aparecía uno suyo, los demás tenían que cederle el paso. Ciertamente, soy de los que habrían preferido que el Nobel de Cela (1989) se lo hubieran dado a él. No es justo que Cataluña no tenga ningún premio Nobel, pero aún lo es menos que no lo tenga Castilla León, reserva natural de las esencias de la lengua española y cuna, hoy como ayer, de grandes escritores. En Estocolmo siempre han preferido a los andaluces: Aleixandre en vez de Guillén; Juan Ramón Jiménez en vez de León Felipe. Cela no es andaluz sino gallego, pero el resultado, para el castellano Delibes, es el mismo.

Delibes tiene una novela que no es de las más conocidas, pero que a mí me causó un impacto tremendo: Parábola del náufrago, de 1969, me parece. Yo la leí muchos años después, en mi época de adicción a sus libros, siendo estudiante de universidad más o menos. Es una novela experimental, que mezcla técnicas narrativas diversas y somete al lector a un ritmo sincopado, a ratos desbocadamente trepidante, que lo sacude por dentro y le hace sentirse incómodo en su sillón.

Si no me equivoco, Parábola del náufrago se enmarca, temporalmente, entre Cinco horas con Mario y El príncipe destronado, es decir, está en medio de ese último decenio del franquismo en que la crítica social de Delibes se traslada del campo a la ciudad y se hace un poco más ácida. Pero Parábola del náufrago no está explícitamente ambientada en la España de Franco. Es, como el título indica, una parábola: la parábola de un mundo desencantado, tecnológico, opresivo, deshumanizado, en que el náufrago es el hombre, con su evidente, encantadora poquedad. Se abre con una cita de Horkheimer, si no recuerdo mal, y se cierra con un final no precisamente feliz.

El obituario de la FAZ dice que España, con la muerte de Delibes, no sólo ha perdido a un escritor eximio: ha perdido a una de sus grandes autoridades morales.

domenica 28 febbraio 2010

Shakespeare y Lope de Vega

Leí en un libro sobre Shakespeare, hace años, en un libro de un inglés, para más inri (Jonathan Bate), que Lope de Vega no tiene nada que envidiar al autor de Hamlet. La idea de fondo era que, si Shakespeare es un genio universal (el libro se titulaba El genio de Shakespeare), se debe a que, tras su muerte, Inglaterra se convirtió en potencia hegemónica, y que Lope no lo es porque, inversamente, España, que había sido una gran potencia, en aquel momento estaba declinando.

La verdad: me parece una exageración. De hecho, Bate hace hincapié, más que en la calidad, en la cantidad de las obras de uno y otro autor. Por mi parte, no tengo reparo en decir que, así como las poesías de Lope me gustan, sus comedias me tuestan (aunque tampoco he leído tantas, vamos a decirlo todo). Pero en fin, ya que estamos en el tema, y ya que precisamente en estos días la Biblioteca Nacional ha comprado por 700.000 euros un cuaderno manuscrito de Lope de Vega..., y ya que a este blog procuro traer sólo libros que me han gustado, hablemos de la única comedia de Lope cuya lectura me ha procurado una experiencia estética verdaderamente excitante, El perro del hortelano.

Pero he de comenzar diciendo que El perro del hortelano me gusta..., precisamente porque parece una comedia de Shakespeare. Y me explico (o al menos lo intento).

En el Quijote hay un personaje, un canónigo, que en cierto momento pronuncia un largo discurso muy crítico con Lope de Vega (sin citarlo por el nombre): se trata de un alter ego de Cervantes, quien admiraba el ingenio de su colega pero no compartía su concepción del teatro. Las pegas que encuentra el canónigo en Lope son, por una parte, las mismas que, Poética en la mano, veían en Shakespeare, ya por entonces, los guardianes de la preceptiva clásica: confusión de géneros, de escenarios, de momentos temporales... Pero a esto añade Cervantes (o sea, el canónigo) algo más: en su afán por maravillar, dice, las comedias españolas de la época (y, destacadamente, las de Lope de Vega), desprecian la verosimilitud, exactamente como las novelas de caballerías. Y ahí está la diferencia con Shakespeare, a quien Samuel Johnson, al defenderle de los ataques del neoclasicismo, presenta como retratista de la verdad: como “poeta de la naturaleza”. Lope de Vega es lo contrario: es el poeta del disparate, al menos para Cervantes.

Total, que en El perro del hortelano encuentro yo muy diluido ese defecto. Lope de Vega, a quien los demasiados amoríos impidieron seguramente crear un amante trágico capaz de estremecer, consigue emocionar, en cambio, con la relación bizantina entre la condesa Diana y su secretario Teodoro. Y lo consigue, pienso, por la inteligencia y la elegancia con que trata el asunto, pero también porque, se quiera o no, esos subproductos del amor sobre los que el enredo se basa (celos, envidia, astucia...) son verdaderos, auténticos.

domenica 14 febbraio 2010

Shakespeare y Samuel Johnson

En el año 2003, la editorial Acantilado publicó una traducción del Prefacio a Shakespeare de Samuel Johnson: cien páginas de lectura fluida, con un sucinto pero útil aparato de notas.

Fechada en 1765, un siglo y medio después de la muerte del Bardo, la edición de las obras de Shakespeare del llamador Doctor Johnson, que aprovechó y corrigió las no pocas ediciones anteriores, conoció una gran fortuna. Sobre todo, tuvo la fortuna de encumbrar como poeta nacional al hombre oportuno, Shakespeare, en el momento oportuno, el de la enconada enemistad entre la Inglaterra de Jorge III y Francia.

De esa edición, el Prefacio es sólo una parte: una parte pequeña, si tenemos en cuenta que la obra se presentaba en ocho volúmenes. Importantes son también las notas al texto y, sobre todo, el texto mismo de Shakespeare, que Johnson fijó críticamente (con algún error, todo hay que decirlo).

Me ha gustado, del Prefacio, la sinceridad con que el Doctor Johnson reconoce los defectos de Shakespeare: no sólo los que los críticos anteriores habían denunciado, sino también otros que él encuentra y que quiere poner de manifiesto para que, al defender luego a su autor, no se le pueda considerar partidista. Doce en total, si he contado bien. El último es el abuso de los juegos de palabras: “el retruécano fue su fatal Cleopatra, por el que todo lo perdió contento de perderlo”, concluye Johnson lapidariamente.

Con las espaldas cubiertas por esa lista de fallos de Shakespeare, Johnson puede afrontar la gran cuestión del Prefacio, que es, me parece a mí, la de las libertades que su autor se toma con los moldes dramáticos clásicos. Shakespeare, por ejemplo, no observa la ley de la unidad de acción, de tiempo y de lugar. Y al respecto Johnson hace notar que la realidad no es lo mismo que su representación, y que en la escena teatral la representación puede dar saltos en el tiempo y en el espacio porque, evidentemente, puede darlos en la mente humana. Un buen rejón para la ortodoxia neoclásica, que interpretaba con excesiva rigidez la Poética de Aristóteles.

Asimismo, Shakespeare mezcla la tragedia y la comedia. Pues claro, dice Johnson, porque la vida de los hombres, en la que dolor y risa se entreveran, no está sujeta al corsé de los géneros dramáticos: Shakespeare, afirma Johnson, es el “poeta de la naturaleza” , y conmueve porque es creíble; y es creíble porque sus personajes actúan como actuaríamos nosotros en sus circunstancias y no según el formalismo abstracto de una cierta preceptiva.

Así sea. Eso sí, luego uno se encuentra con que los dramas de Shakespeare, desde su primera edición (el infolio de 1623 o First Folio) hasta las más recientes (incluyendo, por supuesto, la de Johnson), se dividen en tragedias, comedias e historias, aunque en cada obra haya un poco de todo. La distinción será seguramente, como insinúa el Doctor Johnson, una falsificación de la naturaleza, pero es una falsificación necesaria.

venerdì 29 gennaio 2010

Vuoto e rumore (ancora su Natalia Ginzburg)

Nel 1970, Natalia Ginzburg ha riunito in un libro alcuni saggi brevi che aveva scritto negli anni precedenti per giornali e riviste. Il volume, dall’incalzante titolo Mai devi domandarmi, è stato riproposto successivamente più volte, sempre da Einaudi. L’ultima edizione è del 2007.

Di questo libro, letto e restituito anni fa, conservo due citazioni. Due frammenti coraggiosi sul vuoto come mondo interno ed esterno dell’uomo nuovo contemporaneo. Certo, Mai devi domandarmi ha compiuto quarant’anni e sarebbe il caso di verificare fino a che punto le sue osservazioni siano ancora valide. Se interessa il mio giudizio, io direi che lo sono, cioè che interpellano anche l’uomo a noi contemporaneo, perché colgono aspetti di un certo momento dell’umanità che non sono stati ancora divorati dal tempo.

Per Natalia Ginzburg, il vuoto come habitat dell’uomo attuale trova una manifestazione lampante, per esempio, nell’arte, con le sue banali proposte di fuga dalla bellezza. “Portando così di peso nell’arte la realtà più transitoria e più vile”, scrive la Ginzburg, “l’uomo di oggi intende esprimere il vuoto e la sfiducia che lo circonda, vuoto da cui non trae che una scopa, una palla di vetro o una macchia di vernice”.

Ma non è soltanto il vuoto diciamo “ambientale” a essere pateticamente espresso in tali proposte: in esse, prosegue la nostra autrice, traspare pure il vuoto psicologico, interno all’artista, che esprimendo tramite oggetti squallidi il vuoto esteriore “esprime anche la sua volontà di risparmiare a se stesso il sangue, il travaglio, lo strazio e la solitudine della creazione”.

Poi c’è l’altra citazione, che in realtà mi piace di più. È sulla sregolatezza come manifestazione del vuoto e come vicolo cieco dell’animo. Infatti nell’uomo nuovo, nell’uomo diciamo “liberato”, Natalia Ginzburg constata una angoscia più insidiosa dei vecchi asservimenti. “L'essersi così sbarazzato di complessi e inibizioni”, dice, “non lo rende fiero né lo rallegra, perché l'uomo di oggi non ha dentro di sé un luogo dove rallegrarsi o andar fiero. Inoltre sa che il mondo delle angosce e degli incubi non si è dissolto, ma è stato semplicemente chiuso fuori e si affolla sulla sua soglia”.

È così, dice la Ginzburg, che emerge l’uomo tutto sesso, droga e rock & roll. “Gli strumenti per difendersi da queste presenze nascoste gli sono stati insegnati, ed egli li adopera. Essi sono la droga, la collettività, il rumore, il sesso. Sono le espressioni molteplici della sua libertà. Non fiera e non allegra, e nemmeno disperata perché non ha memoria d'aver mai sperato nulla, priva di passato e di futuro perché non ha né propositi né ricordi, questa libertà dell'uomo di oggi cerca nel presente non una fragile felicità, che non saprebbe come usare non possedendo né fantasia né memoria, ma invece una fulminea sensazione di sopravvivenza e di scelta”.

Lo sballo come forma di vita, anzi di sopravvivenza: ecco l’approdo del vuoto nell’uomo di oggi. D’accordo, non è una scoperta che nessuno abbia fatto prima della Ginzburg. Ma lei lo dice così bene...

venerdì 15 gennaio 2010

Natalia Ginzburg: un tocco di leggerezza

Molto interessante, l'ultimo articolo di Cesare Segre sul Corriere: quello dell’altro ieri. Un articolo sui registri del linguaggio: su perché certe parole, certe metafore, certi modi di dire sono in vigore, appartengono a mondi particolari, con esclusione degli altri; e cioè non sono scambiabili, o non dovrebbero esserlo, con espressioni, pur semanticamente equivalenti, proprie di altri mondi.

Leggendolo ho pensato a Lessico famigliare, il commovente romanzo autobiografico di Natalia Ginzburg. A quasi mezzo secolo dalla sua apparizione, Einaudi ne ha sfornato in queste settimane una nuova edizione, con postfazione di Domenico Scarpa (una postfazione, diciamo la verità, che non ho letto).

Lessico famigliare è, certamente, la storia dell’autrice e delle persone a lei care, dai genitori al marito Leone, da Olivetti a Pavese. Ma questa storia è raccontata con cenni rapidi, fugaci, elusivi. La colonna vertebrale del romanzo è, in realtà, il rapporto che Natalia stabilisce con il mondo, a partire dall’infanzia, tramite il sistema di segni e significati in cui viene educata: “diceva mio padre...”, “mia mamma diceva...”, sono espressioni che la Ginzburg infilza in continuazione nel libro; formule magiche che rimandano a una forza segreta e che consentono di dare anche al racconto dei fatti più duri un tocco sorprendente di leggerezza.

Ecco, per esempio, il racconto della morte del marito, che nella foto vediamo con lei. Siamo a Roma alla fine del 43, durante l’occupazione tedesca: “Arrivata a Roma, tirai il fiato e credetti che sarebbe cominciato per noi un tempo felice. Non avevo molti elementi per crederlo, ma lo credetti. Avevamo un alloggio nei dintorni di piazza Bologna. Leone dirigeva un giornale clandestino ed era sempre fuori di casa. Lo arrestarono, venti giorni dopo il nostro arrivo; e non lo rividi mai più”.

Ed ecco, nel paragrafo successivo, il rimando al lessico famigliare: “Mi ritrovai con mia madre a Firenze. Aveva sempre, nelle disgrazie, un gran freddo; e si ravviluppava nel suo scialle. Non scambiammo, sulla morte di Leone, molte parole. Lei gli aveva voluto molto bene; ma non amava parlare dei morti, e la sua costante preoccupazione era sempre lavare, pettinare e tenere ben caldi i bambini”.

In questo caso, il lessico famigliare è fatto di parole non dette. Di silenzi pregnanti, svettanti all’apice della leggerezza. Perché, come dice Steiner, il silenzio è sempre più vero.