domenica 30 maggio 2010

Visión y delirio en Chéjov (más historias de la otra Europa)

Leí, hace casi un año, una antología de Cuentos de Chéjov (Alba, 2007) que contiene 62 títulos. O sea, es una antología bastante extensa. Y sin embargo, deja fuera algunas de las piezas que Tolstoi, autor de un temprano ranking de los cuentos de su colega (en la foto los vemos juntos a los dos), consideraba mejores. Del dato deja constancia honradamente, en el prólogo, el responsable de la edición, Víctor Gallego, que lo justifica, entre otras cosas, por la gran versatilidad de Chéjov, capaz de encantar a cada uno por un motivo distinto.

A mí me gustaron sobre todo dos cuentos de delirio, Tifus y El monje negro, en los que la frontera entre la existencia real y la alucinatoria es de una porosidad inquietante. Chéjov era médico, y evidentemente conocía bien esos estados límite de la conciencia en que la enfermedad subvierte la percepción ordinaria de la realidad. Pero una cosa es conocerlos y otra expresarlos literariamente. En esto, pienso que es mucho lo que le debe la representación de la melancolía en Katherine Mansfield y la de la embriaguez en Carver. Ambos son discípulos confesos de Chéjov. Otros grandes maestros del “flujo de conciencia”, como Joyce y Proust, seguramente también deben mucho a los experimentos de Chéjov en el campo de la conciencia paralela, pero no sé si lo han reconocido expresamente.

Tifus y El monje negro tienen una curiosa relación de simetría. En Tifus, el protagonista se cura, pero la realidad que encuentra a su alrededor al regreso del delirio se demuestra mucho peor que la caprichosa enfermedad que ha padecido. En El monje negro pasa lo contrario: el protagonista (que no es un monje) no se cura, sino que muere precisamente durante un acceso de delirio, pero gracias al delirio encuentra, en aquel postrer momento, una paz que hasta entonces le había sido esquiva y que se convierte en la imagen definitiva de su paso por el mundo. “En su rostro se había petrificado una sonrisa de felicidad”, escribe Chéjov inmediatamente antes del punto final.

En ambos casos, la enfermedad es una ventana abierta a la beatitud.

Chagall pintaba a los poetas con la cabeza al revés, porque ven cosas que los demás no ven. Algo semejante pasa con esas flores del mal (o con esas bendiciones, según se mire) que llamamos enfermedad, dolor, sufrimiento. Katherine Mansfield, que murió de tuberculosis con sólo 34 años y a quien por otro motivo acabo de citar, decía que la enfermedad le había enseñado a mirar el mundo con amor.

Es una consideración del dolor que quizá parezca muy rusa, muy de la otra Europa. Es también muy cristiana: “Cristo no vino al mundo para acabar con el dolor, sino para llenarlo con su presencia”, escribió Claudel. A su modo, Chéjov, tan frío en materia religiosa, hace justicia a esa verdad.


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