venerdì 27 marzo 2009

Papini postumo

La seconda nascita fu scritto da Papini nel 1923, ma venne pubblicato —da Vallecchi— soltanto nel 1958, dopo la morte dell’autore. Non so se è stato mai ristampato. Spero di sì. Io comunque l’ho letto in quella edizione del 58.

Giovanni Papini (1881-1956), che nella foto vediamo con una giovanissima Oriana Fallaci, aveva pubblicato nel 1912 una prima autobiografia, Un uomo finito. Molte cose erano cambiate nel decennio successivo: molte cose che giustificavano un nuovo volume autobiografico e un titolo come La seconda nascita. Poi forse Papini decise di non darlo alle stampe per prudenza (forse), cioè per evitare che ancora altri cambiamenti radicali nella propria vita potessero smentire di nuovo ciò che di se stesso aveva scritto. Sarà per quello o sarà per un altro motivo, ma il fatto sta che il libro è stato pubblicato solo dopo la sua morte e, di conseguenza, il termine “seconda nascita” del titolo ha assunto inevitabilmente un senso escatologico, si presenta cioè come sinonimo di “morte”.

E invece La seconda nascita è semplicemente un libro di conversione. Raccontare bene la propria conversione religiosa è cosa difficile, anche perché i parametri stabiliti dal creatore del genere, sant’Agostino, sono inarrivabili. Nel secolo XX le prove mediocri sono tante, ma grazie a Dio non mancano i tentativi fortunati, come quello di Thomas Merton. Ebbene, secondo me anche questo libro di Papini merita un luogo di riguardo tra le autobiografie moderne di convertiti.

In altri libri, Papini tende al parossismo: è appunto escatologico, apocalittico (“urlatore” dello spirito, è stato soprannominato qualche volta). La seconda nascita invece è proprio l’opposto: qua tutto è pacatezza, serenità, morbidezza. La campagna toscana, la saggezza popolare, l’ingenuità dei bambini: ecco gli elementi del pacifico, sommesso fondale di questa bella testimonianza spirituale che Papini ci ha regalato post mortem.

venerdì 20 marzo 2009

La vocación y el destino de Eszter

Desde su salto póstumo al estrellato, en 1998, con El último encuentro, el húngaro Sándor Márai (1900-1989) se ha convertido en una mina para la editorial italiana Adelphi, su patrocinadora inicial. Y también, secundariamente, para las editoriales que lo han publicado en otros países: en España, por ejemplo, para Salamandra y Quinteto.

A mí, hasta ahora, no es El último encuentro la novela de Márai que más me ha gustado, sino La herencia de Eszter (Quinteto, 2003).

Eszter tiene 45 años. Cuando tenía poco más de 20, Lajos le había prometido amor eterno y exclusivo. Al cabo de dos años, sin embargo, Lajos se había casado con su hermana Vilma.

Han pasado veinte años y es ya muy poco lo que Lajos puede arrebatarle: le ha desposeído de la vocación al amor, como comprueban sus sucesivos pretendientes; le ha desposeído de Vilma, que entre tanto ha muerto; le ha desposeído de muchas pequeñas cosas que componían un todo con sentido. Pero Lajos anuncia que vuelve, y sin duda no vuelve desinteresadamente.

La herencia de Eszter está envuelta en una atmósfera de fatalidad en la que toda idea de resistencia a la desventura se desvanece. Eszter está absolutamente segura de que Lajos va a salirse con la suya, va a obtener de ella su patrimonio, modesto pero no insignificante.

La herencia que Eszter finalmente cede a Lajos es figura de la remoción de un proyecto de vida al que estaba llamada pero que no ha podido acometer. Lajos, personaje entre cómico y demoníaco, es el paradigma de ese hombre de mundo bajo cuyo peso yacen aplastados, hoy como siempre, tantos destinos individuales que un día quizá fueron soñados.

Para el hombre despojado de su vocación, víctima del gregarismo o de la lógica de poder, el destino es triste y opaco, como la habitación oscura de la última escena —un epílogo, más bien— de La herencia de Eszter. Pienso que es ésta la clave de lectura decisiva de la parábola de Márai.

venerdì 13 marzo 2009

La vocación y el destino de Isabel Archer

Un amigo me pidió un consejo de lectura: “Jane Eyre me ha encantado, dime algo que sea parecido”, me dijo. Le sugerí Retrato de una dama, otra historia de desventura femenina, aunque realmente la heroína de Henry James, la convencional y calculadora Isabel Archer, es todo lo contrario de la romántica Jane Eyre.

El viernes pasado, a propósito de Jane Eyre, hablé, desde esta estación de libroaficionado, de vocación y destino, y casualmente esta semana el suplemento dominical del Sole 24 Ore ha publicado un artículo de la filósofa Roberta De Monticelli que toca el tema de refilón, lo que me da un pretexto para seguir con él, ahora en relación con Isabel Archer.

Roberta De Monticelli está desde hace tiempo en contraste con la Iglesia: dice no reconocerse ya como filósofa católica. En ese artículo, a propósito del teólogo de moda en Italia, Vito Mancuso, invita a los católicos a anteponer al Magisterio la libertad de conciencia, como expresión de la primacía de la dimensión personal sobre la “subpersonal”.

Con ese “crecimiento de la vida personal”, sostiene, crece “la parte de naturaleza humana que cada uno personifica”, y esto me convence sólo a medias, porque también puede haber un “crecimiento” que aleje de la naturaleza humana (pensemos en el Übermensch nazi). Pero hay más: “crece la parte de vocación y decrece la de destino”, afirma la autora. Y aquí mi perplejidad es mucho mayor.

En realidad, vocación es llamada: llamada que procede de fuera del hombre, porque nadie se da a sí mismo la llamada, la vocación. Por tanto, un crecimiento de vida personal será un crecimiento de “la parte de vocación” si responde a la instancia exterior en la que ésta tiene origen. Curiosamente, en el artículo de Roberta De Monticelli no aparece la palabra Dios: no hubiera estado de más, tratándose de un artículo dirigido a creyentes.

Y volvamos ahora a Retrato de una dama.

Isabel Archer se da cuenta tarde, cuando ya no hay remedio, de su gran error: el hombre con el que se ha casado no le quiere, y el que antes absurdamente ha rechazado está ahora a miles de kilómetros. Al final, sin embargo, reencuentra a éste en Inglaterra. En la adaptación cinematográfica de Jane Campion, Isabel Archer (Nicole Kidman), tras un rápido lance amoroso, se vuelve a la casa en la que se aloja y, al llegar a la puerta, se da la vuelta, momento de repentina afirmación personal en que la imagen se congela y la película termina. Es un final moderno pero ambiguo.

En la novela, en cambio, ella deja al pretendiente con buenas esperanzas de poder volver a verla, pero cuando él va a buscarla, al día siguiente, le dicen que se ha ido para reunirse con su marido.

Brillante y ambiciosa pero no cínica, Isabel Archer ha entendido que la vocación personal sólo puede tener sentido en el marco que la justifica: en su caso, su familia.

venerdì 6 marzo 2009

La vocación y el destino de Jane Eyre

Hace años, después de leer Jane Eyre, me planteé un dilema que no sé si es inteligente o estúpido, pero del que no me importa dejar aquí constancia: ¿Jane Eyre está llamada o está destinada a casarse con Rochester? Es decir, ¿el matrimonio con Rochester es su vocación o simplemente su destino?

Está llamada, decidí: a pesar de todo lo que Rochester le ha hecho sufrir, a pesar de que tantas cosas la empujan en otra dirección, siente una llamada a casarse con él y libremente la sigue. Es un caso de vocación, más que de destino.

En el lenguaje común, vocación y destino suelen ser términos intercambiables. Sin embargo, significan cosas distintas.

La diferencia fundamental —al menos, así me lo parece— es la libertad, tan decisiva en la aceptación o el rechazo de la vocación (religiosa, profesional o del tipo que sea) como impotente ante el destino. Ahora hablamos de destino como si nada, pero en su elaboración clásica (en Homero, en Esquilo) el destino, instancia superior a los mismos dioses (no digamos a los hombres), no era una tontería.

En este sentido, el destino siempre se cumple: la vocación, sólo algunas veces. Pero el destino es una fuerza ciega y desconocida, y la vocación, en cambio, se puede descubrir —y asumir— casi en su origen. El término a quo (de dónde) es lo que más peso tiene en la vocación; el término ad quem (adónde), en el destino.

Dicho lo cual, para volver al lugar literario del que habíamos partido, termino confesando que Jane Eyre es un personaje que me enamora.

De acuerdo, la novela tiene mérito en sí misma, y reconozco que su ritmo febril (con esos “oh reader!” que Charlotte Brönte disemina a lo largo del texto para comunicar al lector los sentimientos de Jane Eyre) me sedujo poderosamente. Pero sobre todo me atrae la figura de la protagonista. En buena parte por eso, porque llega a su destino aceptando y cumpliendo una vocación: una vocación bastante tremenda.