domenica 28 agosto 2011

Van der Meersch 33

Ira. Palabra breve y tajante. Palabra potente en estos tiempos de indignación organizada.

Ira se llama uno de los siete pecados capitales: uno que, significativamente, la Biblia atribuye a veces a Dios. Las plagas del Apocalipsis, por ejemplo, son “el vino de la ira de Dios”. Preciso es admitir, por tanto, que puede existir una ira santa: supongo que siempre es mejor una santa no violencia, pero no hay que excluir que también la ira pueda ser canonizada.

Justa al menos, si no santa, parece la ira de los obreros en huelga de Cuando enmudecen las sirenas, la segunda novela de Van der Meersch (1933), que he encontrado en el mismo volumen que La casa de las dunas.

El tema no es exclusivo de hace ochenta años. Es actual. También hoy la policía sabe la diferencia que hay entre una manifestación de estudiantes y una de obreros. La primera es un juego de niños. Los obreros, en cambio, cuando se baten por el trabajo, por un trabajo que se les quiere arrebatar, se baten por el pan de sus hijos. Y pueden estar dispuestos a todo.

En Cuando enmudecen las sirenas, los obreros de Roubaix están dispuestos a todo. La huelga descarga su violencia asesina contra industriales, artesanos, comerciantes…, contra jóvenes y viejos. Descarga también su violencia contra una muchacha abandonada por todos, incluso por sus propios padres, Laure, para quien cada día que pasa sin que las sirenas anuncien la apertura de las fábricas es un paso en el camino que le lleva del hambre a la muerte. También ella podría descargar su violencia contra el niño que lleva en el vientre, pero no quiere hacerlo.

Mientras Laure siga con vida, su niño no morirá. Y, ya viva o ya muera, será para nosotros una llama de esperanza. Es una de las razones por las que, si yo fuera editor, publicaría a Van der Meersch; o al menos publicaría esta novela, hoy totalmente fuera de la circulación.

domenica 14 agosto 2011

Van der Meersch 32

Estuve unas horas en Barcelona, al final del verano pasado, y en la feria del libro de ocasión encontré por 10 euros un tomo de las Obras completas de Van der Meersch, editadas por Janés en 1953. Incluía cinco novelas, entre ellas Invasión (en el original francés, Invasion 14), según algunos la obra maestra de ese autor, del que hoy tan pocos se acuerdan.

Invasión ocupa casi quinientas páginas, un poco menos de la mitad del volumen, y la verdad, no me ha parecido tan extraordinaria. Es un intento de recrear Guerra y paz en ambiente francés y con el telón de fondo de la primera guerra mundial, pero pienso que la comparación con la empresa de Tolstoi debería hacer ruborizar al más sólido admirador de Van der Meersch (que quizá soy yo mismo).

Más aún, las demás novelas del volumen me parecen mejores. Una de ellas es La casa de las dunas, de 1932, la primera de Van der Meersch, que tenía entonces 25 años.

La casa de las dunas es una historia de contrabandistas. Naturalmente, el contrabandista es el bueno y el policía el malo. Tiene un cierto paralelismo con un relato contemporáneo, también primerizo, de Josep Pla, uno de los mayores escritores catalanes del siglo XX: Contraban (es decir, Contrabando), el fragmento más conocido de los que componen Coses vistes (1925), la primera obra de Pla.

Como para Josep Pla, también para Maxence Van der Meersch el contrabando era una “cosa vista”: antes de escribir la novela no solo se había documentado, sino que había ido de noche a ver pasar tabaco clandestinamente a través de la frontera entre Bélgica y Francia (Pla había vivido una experiencia similar, en una barca de contrabandistas ampurdaneses que sorteaba por mar el confín entre España y Francia).

El protagonista de La casa de las dunas es contrabandista y está casado con una antigua prostituta, pero manifiesta una voluntad de redención extraordinaria, a tono con su indomable fuerza física. En su aspiración a hacerse materialmente uno con la isla de pureza representada por la casa de las dunas hay un potente dramatismo, que es lo que más me ha atraído de este relato de miseria y rescate. En obras posteriores, tras su conversión en torno a 1934, Van der Meersch cristianizará ese punto de llegada desesperadamente anhelado, pero el armazón moral que va a ser típico de su narrativa está ya presente, con todos sus rasgos propios, en esta primera novela.