domenica 14 luglio 2013

Torno subito

Lo avrà detto alla moglie, il giorno della partenza: “Torno subito”. Ma lui, Magellano, non poteva sapere quando sarebbe rientrato. Lei aspettava un figlio, e probabilmente avrà fatto i suoi calcoli: “con un po’ di fortuna, forse al momento del parto lui sarà già in casa di ritorno”, avrà pensato.

È stato così con Magellano, e sarà stato così anche con gli altri 264 uomini che il 20 settembre 1519 sono salpati con lui per fare per la prima volta il giro del mondo. Soltanto 18 sono tornati vittoriosi, appunto sulla nave Victoria; ma non subito, bensì tre anni dopo. Gli altri —tranne i pochi disertori della nave San Antonio, che a metà strada ha fatto marcia indietro—, con le altre tre navi, non ce l’hanno fatta, e tra questi va annoverato lo stesso Magellano.

È stato il primo giro del mondo, ma è stato anche un macello. La storia è raccontata da Stefan Zweig in Magellan: der Mann und seine Tat, quindi Magellano: l’uomo e la sua impresa. Ma nelle traduzioni italiane, forse appunto perché la impresa è stata un macello, il sottotitolo è stato cancellato, per cui il titolo è semplicemente Magellano.

L’incertezza del ritorno è tante volte il sale della vita. Sembra assurdo, ma quando ho trovato la scritta “Torno subito” nella vetrina di un negozio chiuso (varie volte mi è successo), sono rimasto sempre un po’ sulle spine. Che fare, aspettare? La commessa sarà andata a prendere un caffè o a qualcosa di più impegnativo? Cosa può significare “subito” per lei? Forse neanche lo sa, come Magellano quando ha preso il largo. Nelle esperienze più banali c’è sempre l’eco di qualcosa di grandioso.

È il sale della vita… e della morte. La morte è il ritorno più drammaticamente incerto. Infatti la vita è breve, torneremo subito al regno dell’ignoto. Subito, sì…, ma quando?

Visto che ci siamo, “torno subito” lo dico oggi anch’io, perché andando in ferie interrompo per un certo tempo, non so quanto, questo blog.

Torno subito. Buone ferie. 

domenica 30 giugno 2013

Mia povera cara...

L’ultimo libro di Irène Némirovsky pubblicato da Adelphi è, mi sembra, I doni della vita, uscito dalle stampe lo scorso settembre.

Si tratta di una storia familiare, la storia degli Hardelot, scritta nel 1940 ma apparsa come libro soltanto nel 1947, cinque anni dopo la morte dell’autrice nel lager di Auschwitz. Il titolo originale, Les Biens de ce monde, non si corrisponde esattamente con quello italiano. Anzi, nel romanzo l’espressione “i doni della vita” compare in un contesto spirituale (l’amore che si dà, il bene che si fa agli altri…, sono questi i doni della vita) pesantemente contrapposto ai beni di questo mondo (cioè ai beni materiali, immagino). Infatti a quel punto della storia la guerra ha letteralmente annientato tutto ciò che gli Hardelot avevano, ma “i doni della vita” sono stati raccolti e messi al sicuro. Le parole con le quali la Némirovsky esprime questa idea (mangiare il pane, bere il vino, assaporare i frutti amari e dolci della terra) mi sembrano rivelatrici delle preoccupazioni religiose degli ultimi anni della sua vita.

Fa tenerezza vedere gli Hardelot, di generazione in generazione, rivolgersi alle loro mogli, quando si è già un po’ avanti negli anni, con l’espressione “Mia povera cara…”. Arriva sempre un momento in cui ognuno scopre con sorpresa che sta utilizzando quei termini, gli stessi che ha sentito al padre, tempo fa, quando si rivolgeva alla madre. Poveri gli Hardelot non sono, per la verità. Ma lo diventeranno. Come, nella vita reale, gli Epstein, cioè Irène Némirovsky e il marito Michel Epstein.

Sono quasi sicuro che Irène Némirovsky, che quando ha scritto I doni della vita aveva soltanto 37 anni, stava cominciando a sentire a Michel, in quei momenti drammatici per loro due (tra l’altro anche lui, a titolo di marito di una ebrea, morirà nei campi di sterminio), quella espressione sicuramente più adatta a persone più anziane: “Mia povera cara…”.

sabato 15 giugno 2013

Inglés, hispanista y catalanista


Haciendo historia es un libro de John Elliott publicado hace unos meses por la editorial Tecnos. Tiene bastante de autobiografía, y considerando eso el título puede resultar presuntuoso, pero hay que decir que el título original, History in its making, seguramente no lo es tanto.

Elliott es un historiador consciente de estar haciendo historia con minúscula, es decir, historiografía. Con ochenta años largos, ha querido también hacer un poco de teoría de la historia (siempre con minúscula), y que lo haya hecho recorriendo retrospectivamente su propia obra no me parece censurable: al revés, lo vivencial es garantía de autenticidad. Así, por ejemplo, Elliott explora las posibilidades y los límites del género biográfico para la comprensión del pasado rememorando sus sucesivos acercamientos a la figura del Conde Duque de Olivares; habla de la historia nacional y transnacional en paralelo a la narración de sus primeras investigaciones, que darían lugar a su tesis sobre La rebelión de los catalanes; propone vías nuevas para el desarrollo de la historia comparada desde su experiencia como estudioso de los modelos español e inglés de colonización americana, etc.

Son trabajos que, vamos a decirlo todo, yo no he leído. Yo de Elliott, aparte de Haciendo historia, solo he leído La España imperial (1479-1716), un manual escrito en los años sesenta que en sucesivas ediciones ha ido siendo revisado y actualizado. Me sorprendió, cuando lo leí, que algunas batallas que me habían hecho aprender en el bachillerato ni las mencionaba (Pavía y San Quintín, me parece recordar). Pero daba explicaciones brillantes sobre cuestiones decisivas. Me quedó muy claro, sobre todo, que si la España de los Reyes Católicos se convierte de pronto en una gran potencia es por la síntesis de la experiencia política de la Corona de Aragón y la energía de Castilla. Luego, sin embargo, las cosas se estropean, no raramente por motivos banales. Cataluña queda fuera del comercio americano por la vieja vinculación de los banqueros genoveses con los negocios castellanos, precedente a la unión de Castilla y Aragón. El saneamiento político promovido por Olivares se malogra por una inoportuna intervención en Mantua, en torno a una cuestión sucesoria que da origen a una desastrosa cadena de guerras. En el último cuarto del siglo XVII, Cataluña recupera su dinamismo económico gracias, en buena parte, a la inmigración francesa, que le pone en contacto con una Europa de nuevo en fase ascendente, pero para entonces Castilla ha entrado definitivamente en declive…

Elliott es un hispanista cuyo amor a España no le impide señalar dónde la historia de España ha tomado caminos a su juicio equivocados: en Flandes, por ejemplo, con Felipe II. Es, además, un enamorado de Cataluña, y que no aplauda, por ejemplo, algunos hechos de la rebelión contra Olivares responde a la misma lógica. En eso no está solo, tiene buena compañía de historiadores catalanes: sobre todo, Jaume Vicens i Vives, el historiador del seny y del pactisme. A él dedica Elliott, en Haciendo historia, algunas páginas luminosas.

venerdì 31 maggio 2013

Juan XXIII, el cura bueno

El lunes se cumplen cincuenta años de la muerte del beato Juan XXIII. El papa bueno, lo llaman en Italia (“il papa buono”). Después de leer su Diario del alma (Ediciones San Pablo, 2008), pienso que sería más exacto llamarle “il prete buono”, el cura bueno.

El Diario del alma recoge las anotaciones espirituales que fue tomando Angelo Roncalli a lo largo de casi setenta años, desde su entrada en el seminario hasta su muerte, cuando ya no era Angelo Roncalli sino el papa Juan XXIII.
Roncalli nació en la provincia de Bergamo, en una familia cristiana, numerosa (trece hermanos) y pobre, que es como decir dos veces cristiana. Siendo ya seminarista, obtuvo una beca para estudiar en Roma, donde se ordenó. Pero sus padres, por falta de medios, no pudieron asistir a la ordenación.
En la santidad de Roncalli, aquella familia campesina puso la materia. La forma, aunque en su versión definitiva será el fruto de toda una vida de experiencias y de ejercicio de la voluntad (y, claramente, de gracia de Dios), queda plasmada decisivamente ya muy pronto, en los años del seminario.
Del Diario del alma hay en italiano una edición crítica preparada por Alberto Melloni, un historiador de la escuela de Alberigo, que proporciona datos luminosos sobre algo que en una edición corriente solo se intuye: la intensa espiritualidad con que se formaba a los sacerdotes hace cien años. ¡Qué pena que después hayamos bajado el listón! Ciertamente los tiempos han cambiado, el ambiente es distinto, hay exigencias que van en otra dirección, pero también es cierto que si en los pastores de la Iglesia no hay una fuerte espiritualidad, nosotros, los demás católicos, no vamos a pasar de mediocres corderitos bienintencionados.
Esa fuerte espiritualidad es común a Roncalli y a otras figuras sacerdotales de su tiempo, tanto en el planteamiento general como en muchas manifestaciones particulares. A mí, en concreto, me han impresionado los abundantes paralelismos entre el Diario del alma (y otros textos de Roncalli citados por Melloni) y los escritos de Josemaría Escrivá. Por ejemplo, ambos autores glosan con idéntico sentido expresiones bíblicas como “nunc coepi” (de un salmo, en versión preconciliar),“militia est vita hominis super terram”,del libro de Job, o “erat subditus illis”,del evangelio de Lucas; o paganas, como el “age quod agis” de Plauto. Ambos, al referirse a la pureza, suelen anteponerle el adjetivo “santa”, y ambos evitan hablar del vicio contrario, por considerarlo materia “más pegajosa que la pez”. Ambos viven un plan de devociones diarias muy parecido, desde el ofrecimiento de obras al levantarse hasta las tres avemarías de la pureza al acostarse.
Evidentemente, ambos beben en una misma fuente: un programa formativo que hace un siglo estaba vigente no solo en Bergamo y Roma, sino en toda Europa.
Aquellos sacerdotes santamente formados pertenecen a un pasado no demasiado lejano. Su influencia benéfica en gran número de almas debería mover a reflexión a quien pueda tomar cartas en el asunto.



venerdì 17 maggio 2013

Anonimo ortodosso

La storia del libro sarebbe già da sé un racconto. Racconti di un pellegrino russo è un libro anonimo, tanto per cominciare; ma non di un’epoca troppo remota: è un libro scritto nell’Ottocento. A quanto pare, l’autore è stato veramente un pellegrino russo: un viandante votato alla preghiera che a un certo punto, per ordine del suo direttore spirituale, ha messo per scritto le esperienze che ha vissuto, le storie sentite a persone che ha incontrato e, soprattutto, le cose che ha imparato sulla preghiera.

Questo pellegrino, lo dico subito, si trova vari gradini al di sopra di me nella scala dello spirito. Il libro comunque —anzi, direi che proprio perciò— è di lettura consigliabilissima. Fa parte di una serie di testi mistici che la casa editrice Rusconi ha pubblicato negli anni settanta, quando un personaggio irripetibile, Alfredo Cattabiani (1937-2003), ha preso le redini della sezione libri. Con lui collaborò quella strana coppia formata da Elémire Zolla (1926-2002) e Cristina Campo (1923-1977). Infatti Racconti di un pellegrino russo ha una introduzione veramente coinvolgente di Cristina Campo.

Cattabiani, pur essendo un cattolico di ferro, si interessava alla mistica non solo cristiana in senso ampio, cattolica e non cattolica, ma anche non cristiana: hassidica, sufìca, tibetana… Veramente tutte hanno qualcosa in comune, e non a caso Salinger, in un romanzo, associa narrativamente Racconti di un pellegrino russo con la mistica orientale. Comunque sia, la mistica era roba che troppe persone a quei tempi ritenevano eccentrica e sospetta. Sarà stata colpa della “sinistra neoilluminista”, come diceva Cattabiani, che era di destra, oppure sarà stata colpa di altro, ma di fatto nel 1979 l’editore Edilio Rusconi ha scaricato Cattabiani, l’uomo che di quel gruppo editoriale dedito prevalentemente ai rotocalchi aveva fatto un prestigioso foco di cultura. A parte scelte commercialmente azzeccate come Tolkien (o come appunto Racconti di un pellegrino russo, che ha avuto numerose ristampe nel corso degli anni), a Cattabiani si deve, soprattutto, un prezioso filone di libri che scavano nei miti, con autori che poi sono passati di peso nel catalogo di Adelphi: Guénon, la stessa Campo...

Il pellegrino russo mi risulta molto distante: lui è ortodosso e io invece sono cattolico; lui è un mistico, io un povero scettico che crede in poche cose. Ma mi piacerebbe trovare uomini come lui lungo la strada della mia vita. Purtroppo non ce ne sono più.

domenica 28 aprile 2013

Zagajewski, poeta impegnato

Siamo come palpebre, dicono le cose,
sfioriamo gli occhi e l’aria, l’oscurità
e la luce, l’India e l’Europa… 

Dalla vita degli oggetti (Adelphi 2012, a cura di Krystyna Jaworska) è una antologia poetica di Adam Zagajewski. I versi precedenti appartengono al poema da cui essa prende il nome, che naturalmente non è l’unico in cui l’autore dialoga con gli oggetti. Si veda, per esempio, quella intitolata Pittori d’Olanda.

Una donna sbuccia in raccoglimento una mela vermiglia.
I bambini sognano la vecchiezza.
Qualcuno legge un libro (il libro è letto),
qualcuno dorme e si muta in caldo oggetto
che respira (come una fisarmonica)…

Zagajewski non si rifiuta di parlare delle cose come “oggetti”. Rilke, che riteneva che oggettivare le cose fosse sempre un’aggressione contro le cose stesse, forse avrebbe avuto qualcosa da dire. Ma c’è poco da fare: le cose ci interpellano.

(…) Dite, pittori d’Olanda, cos’accadrà
Quando la mela sarà sbucciata,
quando si offuscherà il velluto,
quando tutti i colori diventeranno freddi?
Dite cos’è l’oscurità.

Le cose ci interpellano, perché inevitabilmente siamo fatti di rapporti con persone, animali e cose. Di particolare interesse mi sembra, a questo riguardo, La separazione, dove “oggetto” della visione del poeta è la propria moglie: oggetto d’amore in senso forte, oggetto addirittura inseparabile da lui.

E nel dichiararlo inseparabile, in un contesto in cui tutto parla di individualismo e di separatezza, Zagajewski prende un impegno etico non solo con sua moglie (anche se, diciamo tutto, non è la prima), ma con l’universo poetico.

Quasi con invidia  leggo le opere dei miei contemporanei
su divorzi, addii, il dolore delle separazioni;
sofferenza, nuovi inizi, piccole morti;
lettere lette e bruciate, bruciare e leggere, fuoco e cultura,
ira e disperazione — magnifica materia per una poesia riuscita;
un duro giudizio, a volte una risata sarcastica di superiorità morale,
e insieme definitivo trionfo della continuità individuale.

E noi? Non ci saranno elegie, né sonetti sulla separazione,
non ci dividerà lo schermo dei versi,
non si porrà fra noi una metafora riuscita,
l’unica separazione che ora ci minaccia è il sonno,
il profondo antro del sonno la cui soglia varchiamo separati,
— e devo sempre ricordare che la tua mano,
stretta nella mia, è fatta di sogni.

domenica 14 aprile 2013

El estoicismo del teniente Drogo

El teniente Drogo es enviado a una posición fronteriza. Es su primer destino. Más allá, en el inexplorado desierto, acecha el enemigo. El desierto de los tártaros, de Dino Buzzati (Alianza, 2012), es una de las grandes novelas del impasse de la aspiración del hombre moderno a la trascendencia. Otra sería El castillo, de Kafka, pero lo que en K. es empeño frustrado, denuedo, agonismo, en Drogo es pura espera y pasividad: impasse no solo padecido, sino, por así decir, practicado.

Al poco de llegar, Drogo se da cuenta de que aquel sitio es un cuelgue, como diríamos hoy. Ve cómo otros oficiales piden el cambio de destino y se lo dan, y él mismo emprende muy pronto la sencilla gestión burocrática de la solicitud de traslado. Ya todo está expedito para su marcha cuando algo le detiene: Drogo finalmente decide quedarse, porque el día en que el enemigo ataque él quiere estar allí, él tiene que estar allí.

Pasarán los días, los meses, los años. Drogo envejece sin que el enemigo se haya presentado. Pero ha sido fiel a lo que, nunca mejor dicho, era su destino, y en el momento de la muerte tendrá un atisbo de esos tártaros amenazadores que han dado sentido a su vida. Naturalmente, su condición de moribundo le impedirá hacer nada contra ellos; y naturalmente, la posteridad no conservará de él ninguna memoria.

En 1940, cuando Buzzati publicó El desierto de los tártaros, Italia entró en la guerra al lado de Alemania y se convirtió en un tártaro que se despertaba. Hoy es más bien un teniente Drogo que espera el ataque, la embestida final de esos nuevos tártaros que son los mercados. Mejor esto que lo otro.