domenica 14 aprile 2013

El estoicismo del teniente Drogo

El teniente Drogo es enviado a una posición fronteriza. Es su primer destino. Más allá, en el inexplorado desierto, acecha el enemigo. El desierto de los tártaros, de Dino Buzzati (Alianza, 2012), es una de las grandes novelas del impasse de la aspiración del hombre moderno a la trascendencia. Otra sería El castillo, de Kafka, pero lo que en K. es empeño frustrado, denuedo, agonismo, en Drogo es pura espera y pasividad: impasse no solo padecido, sino, por así decir, practicado.

Al poco de llegar, Drogo se da cuenta de que aquel sitio es un cuelgue, como diríamos hoy. Ve cómo otros oficiales piden el cambio de destino y se lo dan, y él mismo emprende muy pronto la sencilla gestión burocrática de la solicitud de traslado. Ya todo está expedito para su marcha cuando algo le detiene: Drogo finalmente decide quedarse, porque el día en que el enemigo ataque él quiere estar allí, él tiene que estar allí.

Pasarán los días, los meses, los años. Drogo envejece sin que el enemigo se haya presentado. Pero ha sido fiel a lo que, nunca mejor dicho, era su destino, y en el momento de la muerte tendrá un atisbo de esos tártaros amenazadores que han dado sentido a su vida. Naturalmente, su condición de moribundo le impedirá hacer nada contra ellos; y naturalmente, la posteridad no conservará de él ninguna memoria.

En 1940, cuando Buzzati publicó El desierto de los tártaros, Italia entró en la guerra al lado de Alemania y se convirtió en un tártaro que se despertaba. Hoy es más bien un teniente Drogo que espera el ataque, la embestida final de esos nuevos tártaros que son los mercados. Mejor esto que lo otro.

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