venerdì 17 dicembre 2010

Historias tristes

Con Hemingway y Dos Passos, en la escena literaria americana irrumpe en los años treinta John Steinbeck (1902-1968). Los tres repudian el felicismo insensato de los años veinte representado por Scott Filzgerald, y el público, que ha sufrido en la carne la crisis de 1929, les concede enseguida su favor.

Steinbeck, futuro premio Nobel (1962), será el poeta de los desheredados. Los títulos que le harán famoso, Ratones y hombres (1937) y Las uvas de la ira (1939), son historias de miseria que postulan la redención material del hombre como requisito de su redención moral.

A la vez, Steinbeck es el poeta de la fatalidad, del destino aciago. La perla (1947), una novela corta con la que muchos nos hemos iniciado, de muy chicos, en la literatura americana, presenta la fortuna como fruto prohibido en el jardín del pobre. Lo mismo se puede decir de Las praderas del cielo (1932), una novela compuesta por una docena de relatos.

Las praderas del cielo (Ediciones de Viento, 2007) es como un Spoon River en formato novela: cada historia es independiente, pero todas están localizadas en una misma comunidad, Las Praderas del Cielo, en California, y muchas tienen personajes en común (Pat Humbert, los Munroe, la maestra Molly Morgan...), aunque cada personaje es protagonista como máximo de una (es decir, en el resto tiene sólo un papel secundario).

La crónica de Las Praderas del Cielo es una reata de frustraciones: es la crónica de la fatalidad, como ya he dicho. Y sin embargo, el nombre del lugar está en relación con el salmo que reza “El Señor es mi pastor..., en verdes praderas me hace reposar”. Sus personajes son a veces ingenuos y a veces ruines, pero en ellos hay también grandeza: son pioneros y tienen todo un mundo que levantar, y esa misión, más implícita que declarada, se descubre nítidamente como telón de fondo de las diferentes historias, en admirable armonía con la mezquindad de los propósitos personales de cada hombre y de cada mujer.

Me gusta el ritmo fluido y desenfadado de la narración: “A George no le importó la epilepsia. Sabía que no podía tener todo lo que quería. Myrtle se convirtió en su esposa, le dio un hijo, y después de tratar de quemar su casa en dos ocasiones, fue encerrada en una pequeña prisión particular llamada Sanatorio Lippman, en San José”.

Lo confieso: también me gusta que las historias acaben mal. Las praderas del cielo es un álbum de fracasos, de sueños ingenuos que se estrellan con la realidad: es una inevitable sucesión de finales tristes, inapelables, catárticos.

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