martedì 30 novembre 2010

Al menos, pensar

Si el teatro tuviera hoy el peso que ha tenido en épocas menos prosaicas, como la de Esquilo o la de Shakespeare, tal vez Antonio Buero Vallejo (1916-2000) sería tenido por el mayor escritor español del siglo XX.

El sueño de la razón, que recientemente ha sido publicado en la colección Austral (Espasa-Calpe, 2009), es un drama de Buero Vallejo sobre Goya. Estrenado en 1970, fue inevitablemente visto, interpretado, escrutado en clave política. “El sueño de la razón produce monstruos”, había sentenciado Goya en su inquietante aguafuerte, desafiando al oscurantismo borbónico. Y siglo y medio después, Buero Vallejo volvía a proclamarlo en la España de Franco.

Por desgracia, el problema no es sólo político, y por eso hoy, en nuestra democrática Europa, la razón sigue aletargada en muchos espíritus. O al menos, esa impresión me da. A alguno le parecerá un detalle poco significativo, pero a mí me decepciona ver que la gente, cuando va sola por la calle, está más dispuesta a sumirse en la música de su ipod que en la de sus pensamientos.

¡Y a mí que me gusta pensar! No me refiero, entiéndase bien, a teorizar sobre cosas abstrusas. Hablo de contemplar y contemplarse; de reflexionar sobre lo que pasa y poner en discusión la propia vida; de considerar el mundo, y el creador del mundo, desde la atalaya íntima del yo.

En algunas escenas de El sueño de la razón, Buero Vallejo se ha servido de un recurso de gran efecto que la biografía de Goya justifica: el silencio. Y así vemos a Goya que agita violentamente una campanilla de la que no sale ningún sonido, pero a cuyo reclamo acude una criada. Vemos luego a ésta mover los labios sin que de ellos salgan palabras. A algo parecido se asistía ya en una de las primeras obras de Buero, En la ardiente oscuridad, en la que en cierto momento se apagan todas las luces de la sala y la ceguera de los protagonistas se convierte, para los espectadores, en una experiencia física.

En El sueño de la razón es la sordera de Goya lo que Buero quiere que el público comparta por un momento. Pero esa sordera no es un límite: al revés, es la inmunidad al ruido exterior, al bombardeo constante de incitaciones ajenas que tantas veces sofoca la interioridad.

Para pensar, es decir, para hacer precisamente eso que es propio de nuestra condición de seres racionales —para ser nosotros mismos, en definitiva—, es necesario un mínimo de interioridad, de estar solo con uno mismo, y eso hoy en día se ha convertido casi en un lujo de pocos. “No hay nada tan duro como tener que estar solo; no hay nada tan bello como poder estar solo”, dijo Hans Krailsheimer, alguien del que sólo conozco esa frase, pero que aunque sólo sea por ella merece respeto.

Pensar: es lo mínimo, ¿no? A mí eso me parece. Sobre todo, es que si no la alternativa es realmente monstruosa.

1 commento:

downlights ha detto...

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