Hay autores que ven su estrella brillar y apagarse cíclicamente cada pocos años. En 1941, un año después de su muerte, la publicación póstuma de El último magnate convirtió a Scott Fitzgerald en un mito, devolviéndolo a su antigua, breve gloria de los años 20. Tras otro bajón en los años 50 y 60, conocerá en los 70 un nuevo momento estelar en cuyo origen se adivina una conciencia difusa de crisis social, más aún que económica, que encuentra en el decadentismo su espejo mágico de la verdad.
Últimamente, Fitzgerald vuelve a interesar: se editan sus cartas a Zelda, se publican biografías y ensayos, se producen películas... A rebufo de este revival, Navona, una editorial de Barcelona, acaba de publicar los que considera Los mejores cuentos de Fitzgerald. Entre ellos figura, con todo merecimiento, Retorno a Babilonia.
En la vorágine de la edad del jazz, Charlie Wales no sólo ha dilapidado su fortuna y su reputación, sino que ha conducido inconscientemente a su mujer a una muerte absurda que los parientes de ésta nunca podrán perdonarle. Todos sus esfuerzos se vuelcan ahora en la única, desesperada posibilidad de redención que es capaz de imaginar, la de merecer la custodia de su hija, que ha vivido temporalmente en casa de unos tíos.
Retorno a Babilonia, escrito en 1931, refleja crudamente la situación del autor en ese momento, tras unos años en que el exceso había sido la norma.
John Dos Passos recuerda una cena en casa del pintor Gerald Murphy en Antibes: una cena en el jardín con aristócratas franceses. "Scott y Zelda", escribe Dos Passos, "se emborracharon durante los cóctels y en lugar de sentarse a la mesa se pusieron a andar a cuatro patas entre las hortalizas, arrojando de cuando en cuando un tomate a los invitados. Una duquesa que recibió el impacto de uno muy maduro en el escote no lo encontró divertido en absoluto”.
Es sólo una historia entre muchas. “Gerald consiguió finalmente llevárselos", concluye Dos Passos, como diciendo que para ellos la fiesta había terminado.
Así es. En 1930 Zelda es declarada esquizofrénica. El sentimiento de culpa se abate sobre Fitzgerald, así como la incapacidad de costear su atención y la educación de su hija Scottie.
En 1937, la Metro Goldwyn Mayer vendrá finalmente en su ayuda. Fitzgerald deja a su mujer en una clínica psiquiátrica de Carolina del Norte (donde morirá en 1948, en un incendio) y se instala en Hollywood. Sus últimos años están marcados por la relación con la periodista Sheila Graham y por una seria dedicación al trabajo, pero no por el éxito. Sólo uno de sus guiones llegará a las pantallas, muy rehecho por el productor, Joseph Mankiewicz: el de Tres camaradas, con Robert Taylor, película de la que hoy nadie se acuerda.
Muy debilitado por el alcohol —al que en Hollywood, aunque menos, sigue siendo adicto— y por un proceso tuberculoso, Fitzgerald muere de un paro cardíaco en diciembre de 1940, con sólo 44 años.
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