No sé cómo se llama una novela formada por dos libros. ¿Díptico? La de tres es una trilogía; la de cuatro, una tetralogía; la de dos, no lo sé.
El agua de las colinas, de Marcel Pagnol (1895-1974), compuesta por Jean de Florette y La hija de los manantiales, sería una de esas novelas. Es muy distinta de otras en las que uno puede pensar, por ejemplo el Quijote: en esta, tanto la primera como la segunda parte tienen por protagonista a Don Quijote; en El agua de las colinas, en cambio, cada parte tiene su propio protagonista. En castellano, que yo sepa, hay solo una edición de hace muchos años, en la colección Novelas y Cuentos (Magisterio, 1977). Es una novela que se merecería algo más.
Pagnol ambienta su historia en Provenza, su tierra de origen. Tierra de trovadores, orgullosamente mediterránea, indiferentemente francesa, tentadora tras sus fronteras abiertas. Los condes de Barcelona en la Edad Media y Mussolini en 1940 intentaron arrebatarla a la esfera de influencia de la langue d’oil, en ambos casos sin éxito. Para los primeros, la unión del valle del Ebro y el del Ródano resultó imposible por la tensión geopolítica del valle del Garona, que se encaja entre ambos y corre en otra dirección; y también por la tensión religiosa generada por el catarismo albigense, que los Capetos tomaron como excusa para bonificar a su gusto la región. Pero Provenza sigue siendo hoy un recuerdo vivo en Barcelona: en el Eixample, entre las calles que recuerdan la geografía de la antigua Corona de Aragón (Aragón, Valencia, Mallorca, Rosellón, Cerdeña, Sicilia, Nápoles…), no falta un “carrer de Provença”.
Jean de Florette, volviendo a la novela, es el nombre del padre de Manon. Bueno, su nombre es Jean: Florette es el de su madre, porque los personajes de esta historia no llevan un nombre y un apellido: llevan su nombre y el de su madre. Me parece muy sabio: quién es tu madre dice mucho más de ti que quién fue el antepasado por línea paterna que fijó su apellido y el tuyo.
Jean es uno de esos tipos que me gustaría tener como amigo: idealista, trabajador, hospitalario, culto… También ingenuo, reconozcámoslo: tiene algo de cátaro, al menos en su sentido etimológico de “puro”. Eso sí, cuando las cosas no le vayan bien pasará de la ingenuidad a la desesperación; y acabará bebiendo y maldiciendo a Dios.
El Papet, su antagonista, es de otra pasta. Ambicioso y carente de escrúpulos, es también, sin embargo, un hombre marcado a fuego por el dolor, un dolor que el destino, en cierto momento, convertirá en expiación. Esto en realidad pertenece ya a la segunda parte: a la historia de Manon. Pero discurre subterráneamente también en la primera, como esa agua de las colinas que Jean de Florette busca bajo sus pies; como esas corrientes de dolor que todos sentimos alguna vez y que quizá desearíamos cegar, aunque nos hablan de amor.
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