
Contemporáneo de Pagnol es Saint-Exupéry, que además, aunque nacido en Lyon, era de origen provenzal, si no me equivoco. En Ciudadela habla, en cierto momento, de una ciudad que se ha encerrado tras sus murallas en torno a un pozo del desierto, y a la que solo se puede acceder haciendo que lo que da sentido a aquellas murallas deje de tenerlo: por ejemplo, creando un lago fuera de las murallas.
Bueno, pues eso es lo que hace Manon, y en su gesta sencilla y humana hay ciertamente algo de milagroso, de sublime. No cuento nada más, porque la historia ha de ser descubierta personalmente por cada uno. Solamente aconsejo la lectura.
Naturalmente, aconsejo también la visión, porque de las dos partes de El agua de las colinas hay dos películas bastante buenas, al menos para mi gusto. Las rodó Claude Berri en los años ochenta, y seguramente son más conocidas que el libro, entre otras cosas por su reparto: Yves Montand, Gérard Depardieu, Emmanuelle Béart…
El agua de las colinas, ya que estamos en materia —con el cine hemos topado—, es un producto bien singular, pues no nació como novela, sino como guión. En los años cincuenta, en efecto, Pagnol escribió —y dirigió— dos películas con la historia de Manon, y diez años después convirtió esa misma historia, con algunos cambios, en dos novelas. Es decir, el díptico de Berri es cine basado en novela que a su vez se basa en cine.
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