La fe de los demonios parte de la
constatación de que los demonios, por malos que sean, creen en Dios: “También
los demonios creen”, se lee en la Biblia a propósito de la necesidad de las
obras para la salvación.
Hadjadj,
converso, no solo cree en Dios: evidentemente, también cree en los demonios.
Como esto no es algo demasiado común, aclaro que también la Iglesia cree en
ellos (véanse, en el Catecismo de la
Iglesia Católica, los puntos 391 y
siguientes). Hadjadj se los toma muy en serio, lo que no está
reñido con el buen humor. También cosas tan tremendas como el combate entre
ángeles y demonios del que cada alma es objeto se pueden tratar con
socarronería: “Si viéramos en frente de nosotros”, escribe Hadjadj, “lo que se
trama por encima de la permanente de una portera quedaríamos mucho más
sobrecogidos que por la mayor superproducción de Hollywood”.
Fabrice
Hadjadj, brillante, todavía joven, es un Maritain del siglo XXI. Lástima que a
veces le traicione un gusto excesivo por la paradoja. Por ejemplo, su discurso
sobre la fe de los demonios incluye la crítica de ciertos creyentes muy seguros
de sí mismos, pero esa crítica puede resultar en ocasiones un tanto
maximalista: “Entonar «Creo en Dios» sin abandonarse a Dios personalmente, sin
ofrecerse por entero, como el ruiseñor que pone todo su pequeño ser en cantar
sus trinos durante la noche, es correr el riesgo de la más grave falsedad”,
dice. De acuerdo, pero ¿quién puede decir honestamente que se ha ofrecido “por
entero”, que realmente se ha abandonado del todo en Dios? En vez de imponer el
logro de esas metas so pena de incurrir en “la más grave falsedad”, ¿no sería
más realista animar a esforzarse, a bregar por alcanzarlas?
El
libro toca muchos temas. Es interesante, por ejemplo, la reflexión sobre la
aversión de los demonios, espíritus puros, a la fisicidad, en contraposición
con el apoyo que parece buscar siempre la gracia en lo material. En relación
con la inevitable figura del “cura gordo” que administra los sacramentos,
Hadjadj advierte juiciosamente sobre los límites de lo virtual y, más en
general, de los medios de comunicación de masas: “esos medios pesados, superiores
cuando se trata de vender una mercancía, son inferiores cuando se trata del
testimonio de la fe”. Paradójicamente, dice Hadjadj, es en el orden espiritual
donde más importancia tiene la presencia física.
La fe de los demonios termina con
un estimulante apartado final, «Que se cante el Credo» (pp. 271-274): lo
aconsejo, especialmente en este Año de la Fe, como introducción al Credo (no a
su contenido, sino a su espíritu). Ahí los demonios han desaparecido: ahí somos
nosotros, pobres criaturas de carne y hueso, quienes nos confrontamos con la
fe.
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