Llevaba cinco minutos arrastrando mi maleta por los pasillos de Barajas, cuando una chica que iba unos tres metros por delante se paró y se volvió hacia mí.
“¿Sabe cómo se va al metro?”
Me detuve a su altura.
“No, no soy de Madrid”, le respondí, “pero está indicado”.
“Ya, pero yo no puedo verlo”.
Solo entonces me di cuenta: sus ojos eran opacos como chinchetas. Me quedé un poco cortado, para qué negarlo, aunque ella no parecía sentirse agraviada.
“No, si yo sé ir”, siguió diciendo, “lo he hecho ya otras veces. Pero estoy más segura si voy con alguien”.
“Vale, pues a ver si entre los dos lo conseguimos”. Me halagaba el hecho de que una mujer joven confiara en mí, aunque fuera ciega.
La chica empezó a andar a buen paso, ayudada por una vara blanca con la que iba barriendo el espacio que tenía delante, en previsión de posibles obstáculos. Cuando llegaba a un tramo de tapis roulant no dejaba de caminar, y si había alguien parado lo detectaba antes de que la vara tropezara con él: aminoraba un poco la marcha, restringía el barrido de la vara por el lado de la persona parada, para no tocarla, se deslizaba por el lado que quedaba libre y volvía a caminar deprisa. Yo iba detrás de ella.
“¿De dónde vienes, sin maletas?”, le pregunté.
“Vengo de la terminal nada más”, declaró. “He venido a despedir a mi novio, que se iba de viaje”.
Ris ras, ris ras… La vara recorría con precisa regularidad las estrías del tapis roulant.
“Esto es muy largo, tú”, le dije.
“Sí, ya lo sé, lo he hecho otras veces: se va recto un rato largo y luego se tuerce a la izquierda”. Y añadió: “Pero si no voy con alguien, igual me paso. Gracias”.
“De nada, porque yo voy al metro también”.
Ris ras, ris ras… Al fondo, una flecha desviaba hacia la izquierda a quienes iban al metro.
“¿Es aquí?”, preguntó.
“¡Sí, qué buena memoria!”. Darle coba era un modo de dármela a mí mismo: que una mujer joven confiara en mí me hacía sentirme importante, aunque fuera ciega.
Había que bajar unas escaleras mecánicas. Delante de la embocadura, un panel portátil informaba de una estación cerrada por obras.
“Ojo, aquí hay una cosa”. Y le agarré un momento de la manga para ayudarle a sortear el obstáculo.
Llegamos a la estación de metro. Yo miraba por todas partes sin sacar en claro hacia dónde tenía que ir.
“¿Tiene billete?”
“No. Si te quedas aquí, voy a comprarlos”.
“Yo ya lo tengo, no hace falta, gracias”. Y tras una pausa brevísima repitió: “Muchas gracias. Adiós”. Y sin dejar de sonreír marchó hacia el andén.
Me encaminé, no sin cierta satisfacción, a la taquilla, que finalmente había localizado.
Me halagaba el hecho de que una ciega hubiera confiado en mí, aunque fuera joven (ella).
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