venerdì 30 novembre 2007

Variaciones sobre un enredo

Con el título El molinero de Arcos se conoce un romance antiguo que debía de tener, al menos, dos versiones: una de tintes goliárdicos, con dos adulterios, y otra más morigerada, sin ninguno. De ese romance sacó Pedro Antonio de Alarcón, en 1874, el motivo para su novela El sombrero de tres picos. Y en la novela de Alarcón se inspiró luego Alejandro Casona para componer la comedia La molinera de Arcos (1947).
Alarcón sitúa la acción en una ciudad indeterminada, en la noche de San Judas de un año entre 1804 y 1808: en principio, debería ser 1805 (Napoleón invadirá España tres años después, dice Alarcón), pero se trata, en cualquier caso, de una datación gratuita, pues el romance previo parece ser (pero no lo tengo claro) del siglo XVIII. Lo de San Judas será, supongo, una provocación: Judas es vocablo que sugiere la idea de traición, pero el Judas del santoral no es el traidor, sino el otro, el bueno; del mismo modo, en El sombrero de tres picos se insinúa un doble adulterio, pero no lo hay, ni doble ni simple.
Casona nos coloca en Arcos de la Frontera en la noche de San Judas (28 de octubre) de 1807. De esa fecha se acaban de cumplir doscientos años, y el ayuntamiento de Arcos ha tenido la buena idea de celebrarlo con una edición crítica de la comedia.
No habiendo tenido acceso a esa edición, no me referiré a ella: sólo la nombro. Lo único que puedo aportar es que, cuando la leí, ya hace algún tiempo, la comedia de Casona —con sus diálogos chispeantes, con su hábil arquitectura escénica— me produjo muy buena impresión.
Al mismo tiempo, me supo a poco. El material de esa leyenda —el corregidor al asalto de la molinera, el marido de ésta alejado de su casa con un engaño, las prendas de vestir del corregidor descubiertas por el molinero a su vuelta a casa, la corregidora visitada por el molinero vestido de corregidor— me parece muy bueno, y pienso que hubiera dado para una obra de teatro de gran estilo, en la línea de las grandes comedias de Shakespeare. Casona ha demostrado con creces en otras piezas su capacidad poética: pienso, sobre todo, en La dama del alba (1944) y Los árboles mueren de pie (1949). Por qué en ésta, que le ofrecía posibilidades de lucimiento quizá mayores, no consiguió pasar de un tratamiento de perfil bajo, es, para mí, un misterio.

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