Me parece bien que el gobierno español haya enviado a la beatificación una delegación de perfil alto. Supongo que, al pensar en esos mártires, Zapatero, al revés que, por ejemplo, Aznar, es más proclive a hacer hincapié en la parte de culpa que corresponde a los militares sublevados, artífices de la guerra, que en la de los autores materiales de los asesinatos. Pero de lo que se trata no es de señalar culpables, sino de recordar a las víctimas.
Este verano encontré un viejo libro: Un sentido de la vida, de Antoine de Saint-Exupéry (Troquel, 1964, con una traducción infame, probablemente remendada en la edición de Círculo de Lectores, de 1995). Es una recopilación póstuma de varios artículos del autor de El principito. Muchos de ellos fueron escritos por encargo, en un periodo en que Saint-Ex, después de haber perdido hasta el último céntimo en su fracasado intento de expedición aérea de París a Saigón, estaba dramáticamente necesitado de dinero. Es el caso de dos series de artículos sobre la guerra civil española, fruto de sendos viajes a los frentes de Aragón y de Madrid.
En un artículo sorprendente cuenta sus viajes por varias poblaciones de Cataluña y Aragón en compañía de un compatriota, Pépin. Por encargo del consulado de su país, Pépin se entrevista en cada sitio con el comité revolucionario para llevarse a los sacerdotes y frailes franceses que hayan sido detenidos y evitar su ejecución. De este modo Pépin, socialista y anticlerical, salva a muchos religiosos (evidentemente, no a todos: entre los 498 beatos de este domingo hay cinco franceses). En una ocasión no se contiene y, después de rescatarlo, insulta bárbaramente a un religioso, quien por toda respuesta le da un abrazo.
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