venerdì 8 maggio 2009

Otra novela póstuma de Irène Némirovsky

El manuscrito de El ardor de la sangre fue hallado en un archivo hace dos años. Como Suite francesa, rescatada en 2004, se trata de una novela inédita de la que, tras la trágica muerte de su autora, Irène Némirovsky, no había quedado ningún rastro.

El ardor de la sangre (Salamandra, 2007) está ambientada en el medio rural, lo que hace más genuino, más bárbaro, ese flujo interior que sus personajes experimentan, ese fuego que en el lenguaje común solemos denominar, estereotipadamente, deseo o pasión. “La piena del sangue”, la sangre fuera de madre, lo llama Paola Capriolo. Sí, a veces ese fuego devorador se lleva por delante víctimas inocentes: un marido incómodo, por ejemplo.

Se trata de una fuerza tremenda, potencialmente devastadora, pero no rara, sino bastante universal. Eso sí, cada uno la metaboliza de modo diferente. Entre los personajes de la novela, algunos se quedan hechizados, eternamente acartonados por las llamas juveniles, y son ya inútiles para el amor. En cambio Hélène (nombre muy parecido a Irène, por cierto), que en la juventud, como todos, ha conocido el deseo, se demostrará capaz de amar, llegado el momento: capaz de orientarse a la entrega en vez de a la posesión; de sacrificarse en vez de sacrificar. Naturalmente, Irène Némirovsky lo dice mejor que yo: icónicamente, sin moralismos.

El ardor de la sangre es mucho más breve que Suite francesa: con una tipografía muy generosa llega apenas a 140 páginas. Pero está completa, y Suite francesa en cambio no.

¿Completa? Sí, completa. Que no es lo mismo que terminada. El ardor de la sangre es un relato escrito con habilidad y con sentido dramático, pero me parece que le falta todavía alguna capa de redacción: hay algún episodio un tanto perdido, hay rasgos poco perfilados en los personajes, hay informaciones transmitidas al lector de modo algo ortopédico, hay contradicciones. Por ejemplo, al principio Silvio, el narrador, dice que no recuerda cómo era Hélène a los 20 años, cosa que las páginas finales claramente desmienten.

Pienso que algún escritor un poquito experto debería haber revisado y pulido el texto. Las circunstancias lo justifican: Irène Némirovsky escribió la novela en Issy-l’Evéque en 1941, pocos meses antes de su deportación a Auschwitz. Su manuscrito está entero, y una parte, además, está mecanografiada por su marido, Michel Epstein: no sabemos si Epstein interrumpió su transcripción cuando los nazis se llevaron a su mujer o cuando, poco después, vinieron a por él (también él murió en Auschwitz), pero es lógico pensar, a la vista del imperfecto estado del texto, que ella le habría dado otra mano una vez mecanografiado, si hubiera podido.

A la muerte de Schubert, otro músico arregló su sinfonía inacabada para dejarla presentable. Eso habría hecho yo con El ardor de la sangre.

Novela completa pero inacabada, por tanto. Justo lo contrario de ese ardor que su título invoca, destinado a acabarse muy pronto y, salvo que medie un cambio de paradigma, a demostrarse incompleto.

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