Algo parecido dice Milan Kundera a propósito del arte: por una misma carretera ve marchar a artistas de distintas épocas, desde Masaccio y Van Eyck hasta Matisse y Picasso. Pero después de éstos la carretera de pronto desaparece, ante el asombro de todos.
Una novela tan breve y sin pretensiones como Una letra femenina azul pálida (Anagrama, 1998), de Franz Werfel, obliga a extender esas consideraciones al ámbito de la literatura.
Objetivamente, entre la primera y la segunda mitad del siglo XX hay una diferencia abismal. En la segunda yo al menos no veo a nadie comparable a Kafka, a Eliot, a Thomas Mann... Y aunque Franz Werfel (1890-1945) no sea un genio de ese calibre, su escritura revela de modo inquietante cuánto hemos perdido, literariamente, en el curso de los decenios. ¿Por qué hoy nadie escribe con esa elegancia, con esa transparencia, con esa profundidad de visión?
Werfel, checo de cultura alemana y, como sus amigos Kafka y Max Brod, judío, fue el tercer marido de la inefable Alma Mahler, coleccionista de hombres ilustres (sus dos maridos anteriores habían sido Mahler y Walter Gropius, y también había tenido una relación con Kokoschka). Con ella huyó azarosamente de la Europa nazi en 1940 y se estableció en Estados Unidos. Y allí, en Estados Unidos, donde ser judío ya no era un peligro, Alma Mahler lo convirtió, no sé muy bien cómo, al catolicismo.
La nostalgia de la felix Austria anterior a 1914, común a tantos otros autores mitteleuropeos (Zweig, Roth, Hofmannstahl), encuentra en Una letra femenina azul pálida, publicada en 1941, una de sus parábolas más sugestivas, al menos para mí.
“La inocencia y la belleza tienen un solo enemigo, el tiempo”, escribió Yeats: verdad tan válida para la Austria idealizada de Francisco José, vista desde las turbulencias de los años treinta, como para los sentimientos juveniles del protagonista de esta excelente novela, vistos desde su prosaica madurez.
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