Hace años, después de leer Jane Eyre, me planteé un dilema que no sé si es inteligente o estúpido, pero del que no me importa dejar aquí constancia: ¿Jane Eyre está llamada o está destinada a casarse con Rochester? Es decir, ¿el matrimonio con Rochester es su vocación o simplemente su destino?
Está llamada, decidí: a pesar de todo lo que Rochester le ha hecho sufrir, a pesar de que tantas cosas la empujan en otra dirección, siente una llamada a casarse con él y libremente la sigue. Es un caso de vocación, más que de destino.
En el lenguaje común, vocación y destino suelen ser términos intercambiables. Sin embargo, significan cosas distintas.
La diferencia fundamental —al menos, así me lo parece— es la libertad, tan decisiva en la aceptación o el rechazo de la vocación (religiosa, profesional o del tipo que sea) como impotente ante el destino. Ahora hablamos de destino como si nada, pero en su elaboración clásica (en Homero, en Esquilo) el destino, instancia superior a los mismos dioses (no digamos a los hombres), no era una tontería.
En este sentido, el destino siempre se cumple: la vocación, sólo algunas veces. Pero el destino es una fuerza ciega y desconocida, y la vocación, en cambio, se puede descubrir —y asumir— casi en su origen. El término a quo (de dónde) es lo que más peso tiene en la vocación; el término ad quem (adónde), en el destino.
Dicho lo cual, para volver al lugar literario del que habíamos partido, termino confesando que Jane Eyre es un personaje que me enamora.
De acuerdo, la novela tiene mérito en sí misma, y reconozco que su ritmo febril (con esos “oh reader!” que Charlotte Brönte disemina a lo largo del texto para comunicar al lector los sentimientos de Jane Eyre) me sedujo poderosamente. Pero sobre todo me atrae la figura de la protagonista. En buena parte por eso, porque llega a su destino aceptando y cumpliendo una vocación: una vocación bastante tremenda.
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