Desde su salto póstumo al estrellato, en 1998, con El último encuentro, el húngaro Sándor Márai (1900-1989) se ha convertido en una mina para la editorial italiana Adelphi, su patrocinadora inicial. Y también, secundariamente, para las editoriales que lo han publicado en otros países: en España, por ejemplo, para Salamandra y Quinteto.
A mí, hasta ahora, no es El último encuentro la novela de Márai que más me ha gustado, sino La herencia de Eszter (Quinteto, 2003).
Eszter tiene 45 años. Cuando tenía poco más de 20, Lajos le había prometido amor eterno y exclusivo. Al cabo de dos años, sin embargo, Lajos se había casado con su hermana Vilma.
Han pasado veinte años y es ya muy poco lo que Lajos puede arrebatarle: le ha desposeído de la vocación al amor, como comprueban sus sucesivos pretendientes; le ha desposeído de Vilma, que entre tanto ha muerto; le ha desposeído de muchas pequeñas cosas que componían un todo con sentido. Pero Lajos anuncia que vuelve, y sin duda no vuelve desinteresadamente.
La herencia de Eszter está envuelta en una atmósfera de fatalidad en la que toda idea de resistencia a la desventura se desvanece. Eszter está absolutamente segura de que Lajos va a salirse con la suya, va a obtener de ella su patrimonio, modesto pero no insignificante.
La herencia que Eszter finalmente cede a Lajos es figura de la remoción de un proyecto de vida al que estaba llamada pero que no ha podido acometer. Lajos, personaje entre cómico y demoníaco, es el paradigma de ese hombre de mundo bajo cuyo peso yacen aplastados, hoy como siempre, tantos destinos individuales que un día quizá fueron soñados.
Para el hombre despojado de su vocación, víctima del gregarismo o de la lógica de poder, el destino es triste y opaco, como la habitación oscura de la última escena —un epílogo, más bien— de La herencia de Eszter. Pienso que es ésta la clave de lectura decisiva de la parábola de Márai.
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