De él leí hará un año una novela sobre la incomunicación, La mujer zurda (Alianza, 2006). Una mujer dice un día serenamente a su marido que se vaya de casa. No hay un porqué, y él tampoco lo exige. La escena final es una patética reunión que ella convoca involuntariamente en su casa con otros siete personajes igualmente anómicos (su desencantado marido, un editor que le encarga traducciones, la maestra del hijo...): una fiesta espectral, casi una danza de la muerte.
“Tenía treinta años y vivía en una urbanización de bungalows”, informa escuetamente Handke al comienzo de la novela. Y ya no hay muchos más datos acerca de ella. Gracias a los demás personajes, que la llaman Marianne, sabemos su nombre; pero para el narrador es simplemente “ella” o “la mujer” (ni siquiera es “la mujer zurda”: el título no alude a la protagonista, sino a una canción que ella escucha en cierto momento).
“En la fría mañana, la mujer estaba en la terraza, sentada en la mecedora, sin mecerse...”. “De noche estaba sola en la cocina y se bebió un vaso de agua...”. “La mujer miraba por la ventana: las copas de los árboles del jardín se movían con fuerza...”. Con frases de este tipo, de un objetivismo extremo, hace Handke avanzar la acción.
Y sin embargo, esa mujer despersonalizada y distante hechiza al lector. Sí, porque su black out afectivo hace eco a una cierta voz del alma que nos dice que tantas veces los demás son una presencia molesta en nuestro camino; que no siempre la intromisión ajena en la propia vida es de agradecer; que el roce con los demás, incluso en lo más banal (“¡vaya montañita de patatas que te has puesto!”, o bien al contrario: “¿por qué no te pones más patatas?”), tiene más de choque que de caricia; y que en el fondo aislarse no es una locura, sino una necesidad.
Pero claro, esa no es nuestra única percepción. Hay otra voz interior que nos dice que la verdadera necesidad es la comunión, el amor; que hay que contar con los demás; que para que el yo sea un yo necesita ser también un tú.
Handke absolutiza la primera voz distanciándose de la mujer: cuando algo se ve de lejos, muchos detalles escapan a la vista. En este caso, el detalle que ha desaparecido y que puede ni siquiera echarse en falta es esa segunda voz. Esa segunda voz que tiene más de voz de la conciencia que la primera.
Aun así, ante el imperativo de gobernar la propia vida en medio del oleaje colectivo, entre los vaivenes del gran teatro del mundo, la mujer del bungalow no deja de ser un punto de referencia.
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