
Que Jesús no deja indiferente a nadie es experiencia ya registrada por los Evangelios. En Italia, este año, el libro del Papa no ha sido el único sobre Jesús y su doctrina en el “top ten” de las librerías: con él había otros tres, más “contra” que “sobre” el cristianismo (escritos, todo hay que decirlo, no por teólogos sino por divulgadores).
El libro del Papa incluye un largo comentario al “diálogo” entre un rabino actual, Jacob Neusner, y Jesús. El rabino admite la grandeza de las enseñanzas de Jesús y las certifica como modelo universal de conducta, pero le escandaliza que Jesús añada a ese código moral la exigencia de que se le siga. Y el Papa, aunque —naturalmente— muestra su desacuerdo, se quita, por así decir, el solideo: este hombre ha entendido a Cristo, viene a decir.
Jesús, en efecto, no sólo revela la ley moral: se revela, fundamentalmente, a sí mismo como salvador. Se entiende que Lutero concluya que sólo la fe nos puede salvar, no nuestras acciones: “Ninguna obra puede hacer al hombre distinto de lo que es. Sólo la fe puede transformarlo y de hecho lo transforma”.
Pero se entiende también la postura católica, más matizada, enunciada, por ejemplo, por Fray Luis de Granada, contemporáneo de Lutero: “Una gota de agua, por sí tomada, no es más que agua; mas lanzada en un gran vaso de vino, toma otro más noble ser y hácese vino; y así nuestras obras, que por parte de ser nuestras son de poco valor, ayuntadas con las de Cristo se hacen de precio inestimable, por razón de la gracia que se nos da por Él”.
En aquellos tiempos, diferencias de este tipo podían conducir a la guerra. Hoy, afortunadamente, no: Ratzinger y Neusner, por ejemplo, se estiman, incluso se prologan recíprocamente los libros... Hoy el enemigo del alma religiosa no es otra alma religiosa, sino el incrédulo militante: ese sañudo postcristiano que, como alguien ha dicho, echa a Dios al cubo de la basura y luego se sorprende de que el mundo esté convirtiéndose en un infierno.

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