Esta tarde, cuando he ido, he visto que ahora para aparcar en su calle hay que pagar, no mucho, un euro por hora, salvo en un tramo de quince o veinte metros reservado para una embajada. Como no me gusta pagar, y menos por lo que otras veces me ha salido gratis, he aparcado a caballo de la pintura azul y la amarilla y no he pagado: he pensado que un guardia urbano no multa a un coche de una embajada por haber invadido con las ruedas traseras, sólo con las ruedas traseras, la zona azul, y que un portero de embajada tampoco llama a la grúa cuando las ruedas delanteras del coche del vecino ocupan unos centímetros de zona amarilla.
De la visita a Claudio hay bien poco que decir. Sin nada he llegado a su casa, sólo con un marido nominal y con el deseo de quitármelo definitivamente de encima, y sin nada he salido, definitivamente sin marido y ya sin ningún deseo. Me sentía ligera, muy ligera, vacía.
Antes de cruzar la calle me he detenido un momento. No quería delatarme como dueña del coche mal aparcado: la calle parecía desierta, pero en realidad otro coche, unos metros detrás del mío, estaba aparcando en ese instante. Acabada la maniobra, una mujer de aspecto nórdico ha salido del coche y ha ido hacia una taquilla automática de parking que había a pocos pasos de donde se encontraba. Estaba embarazada. He visto que en la zona amarilla no había ningún hueco, y me he sentido culpable: cabía sólo medio coche, justo delante del mío. La mujer ha echado unas monedas en la máquina, ha vuelto a su coche, ha abierto la puerta de atrás y ha salido de nuevo con un niño en brazos, un niño down que luego ha estado mirándome desde lo alto del hombro, con cara de bueno y con la lengua colgándole de la boca, mientras entraba con ella en la embajada.
Nessun commento:
Posta un commento