Cuatro premios Nobel: no está mal, para una isla de cinco millones de habitantes. Como para dar la razón a Bernard Shaw cuando escribía a Sienkiewicz —en un momento en que ni Polonia ni Irlanda eran independientes— que a los irlandeses les había ido muy bien con el inglés y que no entendía por qué los escritores polacos no se pasaban al ruso. Lo refiere Adam Zagajewski en Escribir en polaco, el último de los trece ensayos de En defensa del fervor (Acantilado, 2005). Él, por supuesto, no está de acuerdo con Bernard Shaw.
El “fervor” que postula Zagajewski se llama unas veces “poesía”, otras “estilo sublime”... Se llama también “polaco”, para él y para sus compatriotas. Y al revés: junto con la televisión descerebrada, los bronceados autores de bestsellers, el cine norteamericano o las playas atiborradas de gente, entre los enemigos de ese “fervor” hay que incluir también al transfuguismo idiomático.
Poco después de la guerra civil española, un catedrático de latín falangista, Antonio Tovar, declaró que uno de los cinco grandes logros de la España de Franco había sido la muerte de la literatura catalana. Se equivocó, como ahora es claro, porque actualmente en Cataluña el catalán convive con el castellano sin complejos. Pero a punto estuvo de acertar: en los años cuarenta, de hecho, no se publicaban prácticamente libros en catalán. Por fortuna, en el momento decisivo no faltaron plumas dispuestas a hacer lo raro, a escribir en catalán y no en castellano. Y es verdad que el aeropuerto de Barcelona no puede ofrecer postales de nóbeles catalanes (no los hay), pero el catalán sigue vivo, mientras que el gaélico, al menos como lengua literaria, no parece.
Un pueblo es muchas cosas, pero es también una lengua. Los escritores catalanes, y más aún los polacos, han mostrado una mayor voluntad de integrar pueblo, tierra y lengua que los irlandeses, de los que se pueden decir muchas cosas buenas, pero no ésa.
Me parece revelador el hecho de que Yeats y Beckett hayan muerto en Francia y Bernard Shaw en Inglaterra: dejando aparte a Heaney, que sigue vivo, resulta que ninguno de los premios Nobel irlandeses ha muerto en Irlanda.
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