El protagonista es Shiftlet, un excéntrico vagabundo que llega a una granja y se ofrece a trabajar en lo que haga falta. Decididamente, Shiftlet salvará su vida: se casará con la hija subnormal de la dueña, para regocijo de ésta, pero luego la dejará en el primer motel que encuentre en su viaje de bodas. En la operación obtendrá, como beneficio, el coche del difunto marido de la granjera.
La América sudista, una granja, una mujer viuda, una hija adulta enferma: es un cuadro que en Flannery O’Connor se repite con frecuencia. Es también su propio contexto vital. Flannery O’Connor pasa casi toda su vida en Andalusia, una granja familiar en Milledgeville (Georgia). Vive con su madre. Muere en 1964 con sólo 39 años, después de luchar durante 13 con una dura enfermedad, lupus erythematosus, la misma de la que, también siendo muy joven, había muerto su padre.
Una vez asistí a una conferencia sobre Flannery O’Connor en una biblioteca de Roma. La daba una filósofa, Annarosa Buttarelli, que comenzó con unas palabras de este tenor: “Flannery O’Connor es una escritora católica que no deja dormir en paz ni al católico ni al laico”. No parece una buena tarjeta de presentación, ¿verdad? Y sin embargo, yo invito siempre a mis amigos a leer los cuentos y las novelas de Miss O’Connor; y también su producción ensayística y epistolar (publicada en castellano por Encuentro y por Sígueme). Historias como la de Shiftlet (mi resumen, naturalmente, no sirve para hacerse una idea de su valor) son un puñetazo en el estómago, pero son también una llamada a poner en discusión el propio sistema de valores.

La sublimación en misterio de la realidad: éste es, creo yo, el rasgo característico de su escritura, la clave de su pasmosa potencia expresiva.
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