
Así comienza La brida, un cuento de Raymond Carver (1939-1988), uno de los doce recogidos en Catedral (Anagrama, 2001). Carver me gusta, pero este relato en particular me encanta. Releo ese primer párrafo y me encuentro con la ventana, filtro entre el personaje que narra la historia y la familia de Holits; con un tocadiscos, icono de la alegría secuestrada (como la radio portátil de Connie Nova, unas páginas más adelante); con la misma camioneta y las mismas maletas con que luego acabará la historia.
Los personajes de Carver, esos porteros, esas camareras, esas peluqueras a remolque de la mediocridad que pueblan lo que se ha dado en llamar Carver Country y que a primera vista parecen hamburguesas, tan carnales como inertes, son en realidad los ángeles buenos de nuestra sociedad sin alma. Qué distintos son un perdedor de Carver (un alcohólico, un divorciado...) y su equivalente en cualquier otro autor. “Son mi gente, no puedo ofenderles”, decía Carver de sus personajes.
Sabía de qué hablaba: había sido portero nocturno, había bebido desenfrenadamente hasta 1976, su primer matrimonio había terminado en divorcio.
Holits y su mujer Betty son dos típicos perdedores. Y sin embargo en su deriva vital hay grandeza: a pesar de su impotencia, de su desencanto, de su aparente trivialidad, quieren poner al mal tiempo buena cara y vuelven siempre a intentar hacer un papel digno en la vida. Con todo, al final se estrellarán de nuevo con la realidad, camuflada tras una engañosa cortina de bullicio y alcohol. Y sin despedirse de nadie dejan Arizona, con la misma resignación con que pocos meses antes han dejado Minnesota.

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