Los temas de Cristina Campo son muchos, pero a la vez es uno solo, aunque su pluma suelta y sugerente lo descomponga en infinitas facetas. Su tema es la poesía como lectura del mundo, el rostro como espejo del destino, la liturgia como epifanía del misterio... Su tema, encarado por distintas vertientes, es la forma como condición del contenido: en una palabra, su tema es la belleza, esa belleza sustantiva de la que Dostoievski afirmaba —con frase que a Cristina Campo le gustaba repetir— que salvará la tierra.
Entre los ensayos recogidos en este libro se encuentra, por ejemplo, “Atención y poesía”, brillante declaración de principios de una poética rehumanizada. En su día fue traducido por María Zambrano, amiga de la autora.
Admiradora de Simone Weil y Hofmannsthal, de quienes repropone el magisterio con fascinante originalidad, Cristina Campo es una escritora deliberadamente marginal. Con una marginalidad que se puede calificar de aristocrática: con la marginalidad no de lo “underground”, sino de lo sublime.
Marginal era Cristina Campo, sobre todo, en su época, una época quizá de más prejuicios literarios que la actual.
Roberto Calasso, que la frecuentó en su juventud y que después se ha convertido en su principal editor, la presentaba, poco después de su muerte, como “una escritora que ha dejado la estela de unas pocas páginas imperdonablemente perfectas, totalmente extrañas a una sociedad literaria que no tenía ojos para leerlas. Esas páginas, sin embargo, encontrarán un día sus lectores. Y entonces aparecerán como una sorpresa verdaderamente desconcertante”.
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