La señora de la foto no es ella, sino Ricarda Huch (1864-1947), una escritora alemana por la que Thomas Mann sentía, más que admiración, verdadera devoción. Fue una heroína en la misógina sociedad bismarckiana. Para abrirse paso en la vida tuvo que estudiar por libre (la universidad no admitía a mujeres) y recurrir, en sus primeras obras, a seudónimos masculinos como Richard Hugo o R.I. Carda.
Ricarda Huch es la autora de El último verano (Ediciones B, 2001), novela de notable penetración psicológica y a la vez tremendamente divertida. Añadiría aún otro adjetivo: breve. Porque en este caso, ciertamente, la brevedad hace a la novela dos veces buena.
La acción se sitúa en la Rusia anterior a 1917: un revolucionario ha conseguido entrar, como secretario, en la casa del gobernador, a quien tiene la oculta intención de matar. Pero la novela está construida, sobre todo, con las voces de otras figuras: la mujer del gobernador, el hijo, las dos románticas hijas, la madre de un condenado a muerte... Voces, sí, porque, desde su comienzo hasta su perfecto final, El último verano es un encadenamiento de voces: concretamente, una sucesión de cartas escritas o recibidas por los distintos personajes.
La técnica de la novela epistolar no es fácil, y el hecho de que Goethe escribiera Werther a los 25 años es sólo una confirmación de la excepcionalidad de su genio. Una novela epistolar a varias voces, como ésta, tiene que ser algo mucho más difícil todavía, igual que la composición de una sinfonía es cosa bastante más ardua que la de una sonata. Ricarda Huch, sin embargo, sale bien parada de la prueba. Su magistral capacidad de hacer avanzar la acción con un instrumento comunicativo de operatividad aparentemente tan limitada, en teoría mucho más adecuado para otros fines, es la demostración de su extraordinario talento: como el de quien, sin perder en figuración y ganando en expresividad, es capaz de usar la tapa de un piano como pista de baile o una espátula como pincel.