sabato 29 dicembre 2012

La verità di Anouilh

Oggi è la festa di san Tommaso Becket. Infatti il 29 dicembre 1170, cioè 842 anni fa, l’arcivescovo Tommaso Becket è stato assassinato nella cattedrale di Canterbury. “San Tommaso Becket, Vescovo e Martire”, è adesso il suo nome ufficiale.

Nel secolo XX, due testi teatrali di grande fortuna hanno reso omaggio alla sua figura: Assassinio nella cattedrale, di Eliot, e Becket o l’onore di Dio, di Jean Anouilh. Il film Becket, un capolavoro degli anni sessanta, con Peter O’Toole e Richard Burton, è un adattamento cinematografico dell’opera di Anouilh.

Libertino in gioventù e oracolo della giustizia divina nell’età adulta, il Becket di Anouilh non coincide esattamente con il Becket reale, il quale, pur rimanendo sempre sostanzialmente fedele ai suoi impegni clericali, nel corso della vita ha commesso grossi errori, sia morali che politici. È vero però che a un certo punto, quando è diventato arcivescovo, c’è stata in lui una singolare presa di coscienza del suo ruolo, e con ciò una radicale scelta di campo per “l’onore di Dio”. Infatti la storia del suo rapporto con il re Enrico II è una sorta di anteprima della vicenda che quattro secoli dopo vedrà protagonisti gli omonimi Tommaso Moro ed Enrico VIII.

“Il re è la legge scritta, ma c’è un’altra legge, non scritta, che finisce sempre per far chinare il capo del re”, fa dire Anouilh a Becket. Non a caso Anouilh è anche autore di una versione di Antigone.

Ma quanti credono oggi a questa legge non scritta? Quanti credono a una verità morale eterna e universale, che non cambia anche se si allargano o si restringono le maglie del codice penale, anche se vengono depenalizzati il falso in bilancio o l’interruzione della gravidanza, l’evasione fiscale o la pedofilia?

Enrico II ha chinato il capo, d’accordo: dopo l’assassinio di Becket si è ravveduto e ha fatto penitenza pubblica. Dicono che il secolo XII è stato, più che qualsiasi altro del Medioevo o dell’Età Moderna, il secolo della fede, e ciò probabilmente fa la differenza tra Enrico II e i vari “re” di oggi, compreso quel piccolo re eretto a modello di vita pratica che è l’uomo autonomo e individualista delle società secolarizzate.

“Il secolo XXI sarà religioso o non sarà”, disse a suo tempo Malraux, ma non so se le cose stiano andando per quel verso. Comunque la verità di Anouilh, cioè quella verità nobilitante di Becket e del suo sacrificio nell’altare dell’onore di Dio e della legge non scritta, non perciò è meno vera.

sabato 15 dicembre 2012

¡Demonios!

En este año consagrado como Año de la Fe, proponer la lectura de La fe de los demonios, de Fabrice Hadjadj (Nuevo Inicio, 2011), no es una provocación: simplemente, hasta ahora no lo había leído y no había podido recomendarlo.

La fe de los demonios parte de la constatación de que los demonios, por malos que sean, creen en Dios: “También los demonios creen”, se lee en la Biblia a propósito de la necesidad de las obras para la salvación.

Hadjadj, converso, no solo cree en Dios: evidentemente, también cree en los demonios. Como esto no es algo demasiado común, aclaro que también la Iglesia cree en ellos (véanse, en el Catecismo de la Iglesia Católica, los puntos 391 y siguientes). Hadjadj se los toma muy en serio, lo que no está reñido con el buen humor. También cosas tan tremendas como el combate entre ángeles y demonios del que cada alma es objeto se pueden tratar con socarronería: “Si viéramos en frente de nosotros”, escribe Hadjadj, “lo que se trama por encima de la permanente de una portera quedaríamos mucho más sobrecogidos que por la mayor superproducción de Hollywood”.

Fabrice Hadjadj, brillante, todavía joven, es un Maritain del siglo XXI. Lástima que a veces le traicione un gusto excesivo por la paradoja. Por ejemplo, su discurso sobre la fe de los demonios incluye la crítica de ciertos creyentes muy seguros de sí mismos, pero esa crítica puede resultar en ocasiones un tanto maximalista: “Entonar «Creo en Dios» sin abandonarse a Dios personalmente, sin ofrecerse por entero, como el ruiseñor que pone todo su pequeño ser en cantar sus trinos durante la noche, es correr el riesgo de la más grave falsedad”, dice. De acuerdo, pero ¿quién puede decir honestamente que se ha ofrecido “por entero”, que realmente se ha abandonado del todo en Dios? En vez de imponer el logro de esas metas so pena de incurrir en “la más grave falsedad”, ¿no sería más realista animar a esforzarse, a bregar por alcanzarlas?

El libro toca muchos temas. Es interesante, por ejemplo, la reflexión sobre la aversión de los demonios, espíritus puros, a la fisicidad, en contraposición con el apoyo que parece buscar siempre la gracia en lo material. En relación con la inevitable figura del “cura gordo” que administra los sacramentos, Hadjadj advierte juiciosamente sobre los límites de lo virtual y, más en general, de los medios de comunicación de masas: “esos medios pesados, superiores cuando se trata de vender una mercancía, son inferiores cuando se trata del testimonio de la fe”. Paradójicamente, dice Hadjadj, es en el orden espiritual donde más importancia tiene la presencia física.


La fe de los demonios termina con un estimulante apartado final, «Que se cante el Credo» (pp. 271-274): lo aconsejo, especialmente en este Año de la Fe, como introducción al Credo (no a su contenido, sino a su espíritu). Ahí los demonios han desaparecido: ahí somos nosotros, pobres criaturas de carne y hueso, quienes nos confrontamos con la fe.