
Me acordé de él el otro día. Un amigo me había invitado a la
presentación de un libro. Hablaba, entre otras personas, un hombre mayor,
experto precisamente en psicoterapia: sin duda buena persona, pero quizá un
tanto obsequioso con su propio ego. Del libro habló tres o cuatro minutos; el
resto, más de una hora, lo dedicó a hablar de sí mismo. El moderador, un
periodista, intentó vanamente quitarle la palabra en varias ocasiones. Era
patético. Un suspiro de alivio se levantó del público, con los aplausos, cuando
la intervención de aquel genio de la psiquiatría —no daré su nombre, llamémosle
por ejemplo Genius— finalmente terminó. Mi amigo, su novia, que también se
había apuntado, y yo salimos de allí rápidamente, pues era tarde. Pocos
debieron de quedarse al refresco.
Al día siguiente, mi amigo, que a la salida del acto me había pedido
disculpas por la invitación, me mandó un sms: “Mi novia me ha dicho que después
de lo de anoche no quiere volver a verme. ¿Qué hago? ¿Le pido consejo a
Genius?”.
Buena cosa, la autoironía. En Genius, por cierto, la eché en falta.
Es una de las ideas fundamentales de El hombre en busca de sentido: la neurosis solo se vence cuando uno
es capaz de reírse de sí mismo; o, lo que es lo mismo, de trascenderse a sí
mismo y, de ese modo, buscar el sentido de la vida fuera del circuito cerrado
de la propia existencia. Curación por el sentido: eso significa la palabra
“logoterapia”.

Con todo, lo que a mí más me impresiona del discurso de Frankl sobre
la búsqueda de sentido es su afirmación de la posibilidad de encontrar sentido
al sufrimiento. Hay que saber que sus palabras son las de un superviviente de
Auschwitz, que además en los campos de exterminio nazis perdió a su mujer, a
sus padres y a un hermano.