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domenica 15 luglio 2012

En el espejo del teatro

Un título como La barca sin pescador hace pensar enseguida en un libro confesional. En la imaginería católica, la barca es la Iglesia y el pescador por antonomasia es san Pedro. Si además nos dicen que en el libro el causante de que la barca esté vacía es el demonio, nos imaginaremos enseguida que La barca sin pescador es un ensayo polémico de tipo lefebvriano o algo por el estilo.

Naturalmente, no es un alegato lefebvriano lo que más me apetece comentar en esta sede. Y naturalmente, La barca sin pescador no lo es: es una obra de teatro de Alejandro Casona. Estrenada en 1945, fue uno de los grandes éxitos de Casona en Argentina, adonde había marchado tras la guerra de España. He visto una edición reciente en un volumen de pequeño formato (Edaf, 2009).

El teatro de Casona, dicen algunos, quiere ser poético, como el de García Lorca, pero solo es sentimental. La barca sin pescador demuestra, en cambio, que Casona es sentimental, pero también poético. De acuerdo, alguna vez hay notas falsas, incluso hay atisbos de cursilería, porque también Casona, como Homero (y como García Lorca, vamos a decirlo todo), de tanto en tanto dormita; pero el tono general de la obra, tanto por lo que hace a la palabra como a la acción escénica, me parece sugestivamente puro.

Sale el demonio, he dicho. Interesante personaje, que nadie sabe muy bien realmente cómo es. Casona lo representa con rasgos bastante humanos, y creo que hace bien. Hay un punto de Camino que me trae inmediatamente a la memoria al demonio de La barca sin pescador: “El mundo, el demonio y la carne son unos aventureros que, aprovechándose de la debilidad del salvaje que llevas dentro, quieren que, a cambio del pobre espejuelo de un placer —que nada vale—, les entregues el oro fino y las perlas y los brillantes y rubíes empapados en la sangre viva y redentora de tu Dios, que son el precio y el tesoro de tu eternidad”. El sacerdote y poeta Ibáñez Langlois glosa con entusiasmo en uno de sus libros esa hermosa metáfora de Escrivá de Balaguer, tan eficaz para expresar la triste realidad del pecado como estafa.

También el drama de Casona es una bella alegoría de esa verdad moral. Ricardo Jordán, el protagonista, la experimenta en su propia carne. Pero además nosotros, el público lector o espectador, si somos sinceros con nosotros mismos, la reconocemos también como algo propio: como la comedia de los actores de Elsinor, espejo de la vida, interpela a la madre y al tío de Hamlet, La barca sin pescador, igualmente imagen de nuestra vida, nos reclama, nos conmueve y nos hiere.

venerdì 6 marzo 2009

La vocación y el destino de Jane Eyre

Hace años, después de leer Jane Eyre, me planteé un dilema que no sé si es inteligente o estúpido, pero del que no me importa dejar aquí constancia: ¿Jane Eyre está llamada o está destinada a casarse con Rochester? Es decir, ¿el matrimonio con Rochester es su vocación o simplemente su destino?

Está llamada, decidí: a pesar de todo lo que Rochester le ha hecho sufrir, a pesar de que tantas cosas la empujan en otra dirección, siente una llamada a casarse con él y libremente la sigue. Es un caso de vocación, más que de destino.

En el lenguaje común, vocación y destino suelen ser términos intercambiables. Sin embargo, significan cosas distintas.

La diferencia fundamental —al menos, así me lo parece— es la libertad, tan decisiva en la aceptación o el rechazo de la vocación (religiosa, profesional o del tipo que sea) como impotente ante el destino. Ahora hablamos de destino como si nada, pero en su elaboración clásica (en Homero, en Esquilo) el destino, instancia superior a los mismos dioses (no digamos a los hombres), no era una tontería.

En este sentido, el destino siempre se cumple: la vocación, sólo algunas veces. Pero el destino es una fuerza ciega y desconocida, y la vocación, en cambio, se puede descubrir —y asumir— casi en su origen. El término a quo (de dónde) es lo que más peso tiene en la vocación; el término ad quem (adónde), en el destino.

Dicho lo cual, para volver al lugar literario del que habíamos partido, termino confesando que Jane Eyre es un personaje que me enamora.

De acuerdo, la novela tiene mérito en sí misma, y reconozco que su ritmo febril (con esos “oh reader!” que Charlotte Brönte disemina a lo largo del texto para comunicar al lector los sentimientos de Jane Eyre) me sedujo poderosamente. Pero sobre todo me atrae la figura de la protagonista. En buena parte por eso, porque llega a su destino aceptando y cumpliendo una vocación: una vocación bastante tremenda.