domenica 28 febbraio 2010

Shakespeare y Lope de Vega

Leí en un libro sobre Shakespeare, hace años, en un libro de un inglés, para más inri (Jonathan Bate), que Lope de Vega no tiene nada que envidiar al autor de Hamlet. La idea de fondo era que, si Shakespeare es un genio universal (el libro se titulaba El genio de Shakespeare), se debe a que, tras su muerte, Inglaterra se convirtió en potencia hegemónica, y que Lope no lo es porque, inversamente, España, que había sido una gran potencia, en aquel momento estaba declinando.

La verdad: me parece una exageración. De hecho, Bate hace hincapié, más que en la calidad, en la cantidad de las obras de uno y otro autor. Por mi parte, no tengo reparo en decir que, así como las poesías de Lope me gustan, sus comedias me tuestan (aunque tampoco he leído tantas, vamos a decirlo todo). Pero en fin, ya que estamos en el tema, y ya que precisamente en estos días la Biblioteca Nacional ha comprado por 700.000 euros un cuaderno manuscrito de Lope de Vega..., y ya que a este blog procuro traer sólo libros que me han gustado, hablemos de la única comedia de Lope cuya lectura me ha procurado una experiencia estética verdaderamente excitante, El perro del hortelano.

Pero he de comenzar diciendo que El perro del hortelano me gusta..., precisamente porque parece una comedia de Shakespeare. Y me explico (o al menos lo intento).

En el Quijote hay un personaje, un canónigo, que en cierto momento pronuncia un largo discurso muy crítico con Lope de Vega (sin citarlo por el nombre): se trata de un alter ego de Cervantes, quien admiraba el ingenio de su colega pero no compartía su concepción del teatro. Las pegas que encuentra el canónigo en Lope son, por una parte, las mismas que, Poética en la mano, veían en Shakespeare, ya por entonces, los guardianes de la preceptiva clásica: confusión de géneros, de escenarios, de momentos temporales... Pero a esto añade Cervantes (o sea, el canónigo) algo más: en su afán por maravillar, dice, las comedias españolas de la época (y, destacadamente, las de Lope de Vega), desprecian la verosimilitud, exactamente como las novelas de caballerías. Y ahí está la diferencia con Shakespeare, a quien Samuel Johnson, al defenderle de los ataques del neoclasicismo, presenta como retratista de la verdad: como “poeta de la naturaleza”. Lope de Vega es lo contrario: es el poeta del disparate, al menos para Cervantes.

Total, que en El perro del hortelano encuentro yo muy diluido ese defecto. Lope de Vega, a quien los demasiados amoríos impidieron seguramente crear un amante trágico capaz de estremecer, consigue emocionar, en cambio, con la relación bizantina entre la condesa Diana y su secretario Teodoro. Y lo consigue, pienso, por la inteligencia y la elegancia con que trata el asunto, pero también porque, se quiera o no, esos subproductos del amor sobre los que el enredo se basa (celos, envidia, astucia...) son verdaderos, auténticos.

domenica 14 febbraio 2010

Shakespeare y Samuel Johnson

En el año 2003, la editorial Acantilado publicó una traducción del Prefacio a Shakespeare de Samuel Johnson: cien páginas de lectura fluida, con un sucinto pero útil aparato de notas.

Fechada en 1765, un siglo y medio después de la muerte del Bardo, la edición de las obras de Shakespeare del llamador Doctor Johnson, que aprovechó y corrigió las no pocas ediciones anteriores, conoció una gran fortuna. Sobre todo, tuvo la fortuna de encumbrar como poeta nacional al hombre oportuno, Shakespeare, en el momento oportuno, el de la enconada enemistad entre la Inglaterra de Jorge III y Francia.

De esa edición, el Prefacio es sólo una parte: una parte pequeña, si tenemos en cuenta que la obra se presentaba en ocho volúmenes. Importantes son también las notas al texto y, sobre todo, el texto mismo de Shakespeare, que Johnson fijó críticamente (con algún error, todo hay que decirlo).

Me ha gustado, del Prefacio, la sinceridad con que el Doctor Johnson reconoce los defectos de Shakespeare: no sólo los que los críticos anteriores habían denunciado, sino también otros que él encuentra y que quiere poner de manifiesto para que, al defender luego a su autor, no se le pueda considerar partidista. Doce en total, si he contado bien. El último es el abuso de los juegos de palabras: “el retruécano fue su fatal Cleopatra, por el que todo lo perdió contento de perderlo”, concluye Johnson lapidariamente.

Con las espaldas cubiertas por esa lista de fallos de Shakespeare, Johnson puede afrontar la gran cuestión del Prefacio, que es, me parece a mí, la de las libertades que su autor se toma con los moldes dramáticos clásicos. Shakespeare, por ejemplo, no observa la ley de la unidad de acción, de tiempo y de lugar. Y al respecto Johnson hace notar que la realidad no es lo mismo que su representación, y que en la escena teatral la representación puede dar saltos en el tiempo y en el espacio porque, evidentemente, puede darlos en la mente humana. Un buen rejón para la ortodoxia neoclásica, que interpretaba con excesiva rigidez la Poética de Aristóteles.

Asimismo, Shakespeare mezcla la tragedia y la comedia. Pues claro, dice Johnson, porque la vida de los hombres, en la que dolor y risa se entreveran, no está sujeta al corsé de los géneros dramáticos: Shakespeare, afirma Johnson, es el “poeta de la naturaleza” , y conmueve porque es creíble; y es creíble porque sus personajes actúan como actuaríamos nosotros en sus circunstancias y no según el formalismo abstracto de una cierta preceptiva.

Así sea. Eso sí, luego uno se encuentra con que los dramas de Shakespeare, desde su primera edición (el infolio de 1623 o First Folio) hasta las más recientes (incluyendo, por supuesto, la de Johnson), se dividen en tragedias, comedias e historias, aunque en cada obra haya un poco de todo. La distinción será seguramente, como insinúa el Doctor Johnson, una falsificación de la naturaleza, pero es una falsificación necesaria.