venerdì 28 novembre 2008

Il dottore della porta accanto

Non so se sarei riuscito a fare amicizia con Axel Munthe. Mi pongo il problema perché ho saputo che, in alcuni dei suoi soggiorni a Roma, l’originale medico svedese ha preso alloggio in una casa molto vicina alla mia attuale dimora, quasi la casa della porta accanto. Certo, la differenza di età tra lui ed io è di più di un secolo, per cui immaginare un ipotetico rapporto, o anche un semplice incontro per strada, è soltanto un esercizio di fantasia.

Senz’altro alcune sue idee non mi trovano d’accordo: per esempio, sul diritto al suicidio o sull’inferiorità della donna. Ma poi un conto sono le idee e un altro, molto più importante, i fatti. Lui dice di essere pentito di aver lavato lo stomaco a una prostituta disperata che aveva tentato il suicidio, ma il fatto sta che l’ha salvata. E delle donne dice genericamente quello che dice, ma i grandi stupidi di cui ha da raccontare La storia di San Michele, il suo famoso libro, sono uomini, non donne.

Ricordo che, di questo libro, una zia da cui quando ero piccolo andavo spesso, una zia ormai defunta, aveva una copia in spagnolo molto vecchia, degli anni 50 se non di prima, con qualche fotografia: dell’autore, per esempio, e anche di Capri, dove Munthe ha costruito la Villa San Michele. Poi però il libro l’ho letto in italiano, molto più tardi (quest’estate), in un’edizione vecchia ma non tanto (Garzanti, 1981).

In parte autobiografia e in parte favola, con invitati speciali quali la morte, il demonio e sant’Antonio (il patrono di Anacapri), La storia di San Michele (1929) è ancora oggi una lettura gustosa. L’episodio dell’accompagnatore di salme, per esempio, è un modello di come raccontare in comico la biblica esperienza del mondo come vanitas vanitatis. È invece straziante il capitolo sull’epidemia di colera di Napoli, che si conclude con alcune considerazioni, sicuramente discutibili ma anche brillanti, sui meccanismi occulti di compensazione tra le forze della vita e della morte. Mi ha toccato pure la storia del milionario di Pittsburgh e il figlio malato di difterite: è una di quelle storie in cui la donna (la moglie del milionario, in questo caso) batte l’uomo per intelligenza e, soprattutto, per amore.

Recentemente è stata pubblicata una biografia di Axel Munthe, a quanto pare molto completa. Non vedo l’ora di leggerla: questa prima conoscenza del personaggio mi ha lasciato incuriosito.

venerdì 21 novembre 2008

Mi escritora preferida

¿Por qué Katherine Mansfield?, me pregunto a mí mismo. No es una pregunta fácil, pero la nueva edición española de su Diario (Lumen, 2008) me anima a intentar una respuesta.

Cuando Katherine Mansfield murió (1923), sus manuscritos inéditos quedaron en manos de John Middleton Murry, su marido. Su voluntad expresa era que éste publicara lo imprescindible y quemara lo demás. Él, sin embargo, tenía otros planes.

En esto, los destinos de Mansfield y Kafka coinciden. Kafka murió en 1924, también joven, habiendo confiado la quema de sus manuscritos a su amigo Max Brod, quien, como es sabido, publicará a partir de ellos El proceso (1925), El castillo (1926), América (1927), los Diarios (1948) y los Aforismos de Zürau (1953), además de un variado epistolario.

De su mujer, Murry publicó poesías (1923), un volumen de relatos (Something Childish, 1924), diarios (1927 y 1954), cartas (1928 y 1951) y una recopilación de apuntes misceláneos (1939). El escritor C.K. Stead, neozelandés como Mansfield, duda que Murry quemara uno solo de aquellos papeles póstumos, que él ha editado más recientemente. Le reconoce el mérito, eso sí, de haber ordenado eficazmente un material vastísimo y caótico. El Diario es una buena muestra de esa labor, pues de hecho sólo ocasionalmente llevó Katherine Mansfield un diario: lo que hoy conocemos como tal es fruto de una compleja selección de Murry entre anotaciones de muy variada procedencia.

En ese Diario recompuesto, Katherine Mansfield revela la genealogía de buena parte de su narrativa. In a German Pension (1911), Bliss (1920), The Garden Party (1922) y The Dove’s Nest (1923): estos son los títulos de los libros de cuentos que publicó (o preparó para publicar) en vida y que la han hecho famosa. Un centenar de relatos en total, si sumamos todos los póstumos, con un objeto característico para el que nuestra autora tiene un don particular: los sentimientos. Sus personajes, en efecto, actúan, y naturalmente piensan, pero sobre todo sienten. Es decir, sentimos que sienten: porque, como un experto en telas puede percibir al tacto todas las cualidades del género y clasificarlo mentalmente, Katherine Mansfield sabe tocar todos los registros del sentimiento humano y revelarlos del modo justo para que podamos descodificarlos en nuestro propio sentimiento. Para eso, su gran recurso es la oración indirecta libre.

No se trata sólo de los grandes sentimientos novelescos: amor, culpa, rencor... Se trata del multiforme espectro de sensaciones interiores que brinda la vida ordinaria. Una mujer ha gastado demasiado en ropa para sus hijas y sabe que su marido lo ha advertido, pero ve que finge ignorarlo, en espera del momento adecuado para sacar partido al enfado: en su ánimo hay frustración, ansiedad, decepción por la falsedad del marido... Es sólo un ejemplo.

De ese gran universo de sentimientos inventados, el Diario es también un espejo, naturalmente: el de Katherine Mansfield no es un diario de ideas, sino de sentimientos.

¿Basta esto para entronizarla como mi escritora preferida? No sé, pienso que no..., pero siento que sí.

venerdì 14 novembre 2008

La última de Ishiguro

No hay dos novelas iguales entre las de Kazuo Ishiguro. Ni iguales ni parecidas: cada una diríase escrita por un autor distinto, tan dispares son entre sí —al menos, las que yo he leído— por temática y por lenguaje. En Nunca me abandones, la última (Anagrama, 2005), Ishiguro reinventa nuevamente su narrativa, como antes en Los inconsolables y antes aún en Los restos del día, que es todo lo que conozco por ahora de este señor.

Sólo la narración en primera persona es común a todas las novelas de Ishiguro, me parece. En Nunca me abandones, el personaje narrador es Kathy, 31 años, cuidadora de clones y clon ella misma. Estamos en el tiempo presente, no en un futuro imaginario: la acción se desarrolla en los años 80-90 del siglo XX en Inglaterra, una Inglaterra igual que la que conocemos pero con la industria de la clonación llevada hasta sus últimas consecuencias.

Un clon —varón o mujer— puede crear obras de arte, pero sólo le servirán como moneda de cambio; puede formar pareja con otro clon, pero lo hará por instinto, no por amor; puede tener relaciones sexuales, pero nunca engendrará un hijo (los clones ni engendran ni son engendrados). El clon tiene un único horizonte: las donaciones. Hay clones que soportan bien cuatro o más donaciones, pero otros resisten mucho menos: Ruth, por ejemplo, tendrá una primera donación horrible, y en la segunda completará. De ella se ocupa Kathy durante su último año de cuidadora, mientras espera ya su primer aviso para una donación. De ella y también de Tommy, que en cambio completa en la cuarta.

Sí, completar es morir: la palabra “morir” (como otras igualmente decisivas, por ejemplo “clon”) no aparece en Nunca me abandones.

¿Con estos mimbres se puede hacer una historia convincente? Sí, Ishiguro la ha hecho. En manos del escritor anglojaponés, los sentimientos, las palabras, los gestos de los clones son una materia extremadamente plástica. Sobre todo los gestos: es el gesto lo que modela a los personajes de Ishiguro, como la palabra a los de Dostojewski, por ejemplo.

Por supuesto, con su historia de clones Ishiguro no está proponiendo una reflexión sobre la clonación o sobre los peligros de la ciencia: sería demasiado obvio. Los clones de Nunca me abandones, que piensan como nosotros, sienten como nosotros, obran como nosotros, nos invitan a reflexionar sobre nosotros mismos: sobre nosotros mismos y sobre la cosificación del hombre actual.

Y a ver ahora, la próxima novela de Ishiguro, por dónde nos sale.

venerdì 7 novembre 2008

El gaucho y el cowboy

El protagonista de Don Segundo Sombra no es Segundo Sombra: es Fabio Cáceres, un gaucho novicio que tiene a aquél por padrino. Nombre curioso, ¿no?, este de Segundo Sombra: sin saber nada del libro cuando lo tomé, yo pensaba, por el título, que iba a vérmelas con una novela cómica protagonizada por un personaje marginal, antonomástico de un nombre como Segundo y un apellido como Sombra. Me parecía uno de esos títulos burlones tan del gusto de los latinoamericanos, tipo Obras completas (y otros cuentos), de Augusto Monterroso, o Redención de la mujer caníbal, de Marco Denevi.

Bien, pues no: Don Segundo Sombra, obra capital del argentino Ricardo Güiraldes (1886-1927), es una novela seria. Una novela épica, incluso.

La he leído este verano, editada por Alianza (1989), y debo decir que hacía mucho tiempo que no me las veía con un castellano tan literario: tan simbólico y a la vez tan directo.

Una muestra: “Además de esta gente, estaban las tres muchachas de la casa, de las que ya Paula me había hablado burlonamente: ‘¡Si las viera!... no andaría gastando saliva en una pobrecita olvidada de Dios, como yo’. Si Dios se había acordado de ellas, debió ser en un día de mal humor. Eran unas tarariras secas y ariscas que nunca salían de la pieza (...). Que Paula y las otras se llamaran igualmente mujeres, era una verdad que no entraba en mis libros”.

Copié este párrafo durante la lectura: me pareció especialmente inspirado, aunque ahora, releyéndolo, no estoy tan seguro de que sea de los mejores.

Don Segundo Sombra es una novela de formación, un Bildungsroman, que dicen los alemanes. Narra la formación de un joven en las cualidades distintivas del estamento gaucho: la indiferencia ante los hechos y la voluntad de dominio. Ahora bien, es una novela de formación sin trama, sin una línea de acción que conduzca al desenlace final: es simplemente una sucesión de momentos autónomos, con escasa conexión entre sí, más o menos como el Quijote.

La Pampa como la Mancha. O como las grandes praderas del Midwest, porque entre el gaucho y el cowboy hay poca diferencia.

Mejor dicho, hay una importante diferencia. El cowboy es un estereotipo cinematográfico: hasta ahora no tiene, que yo sepa, un arquetipo reconocible en la gran literatura. El gaucho, en cambio, tiene al menos dos: Martín Fierro y Don Segundo Sombra.