venerdì 29 agosto 2008

Svelare, cioè annientare

Della psicoanalista francese Monique Selz c’è in libreria Il pudore (Einaudi, 2005), un bel saggio su un argomento di cui non mi sembrava che ci fosse molta gente pronta a parlarne. Su questo però devo ricredermi, almeno per quanto riguarda la Francia, viste le numerose citazioni di autori transalpini riportate nel libro.

Il pudore, dunque. Uno forse sarebbe portato a pensare che, da brava discepola di Freud, la Selz debba per forza demonizzare il pudore, presentarlo come tabù, come ostacolo inibitore del libero dispiegarsi dell’io. E invece no: Monique Selz mostra come, dal punto di vista psicoanalitico (che, diciamo tutto, non è l’unico da lei preso in considerazione), pudore non equivale a inibizione, così come esibizione non equivale a liberazione. Tra inibizione ed esibizione c’è un punto di equilibrio, un “luogo di libertà”, come dice il sottotitolo del libro, e questo punto è proprio il pudore.

È un luogo di libertà perché, per il tramite necessario della costituzione di un nucleo di intimità, consente di costruire la frontiera del proprio io. Dove non c’è niente da nascondere, non c’è niente: questa sarebbe la conclusione del libro, se posso formularla un po’ impietosamente, emulando l’autrice nella sua abilità per coniare slogan efficaci e gustosi. Monique Selz passa in rassegna svariati fenomeni del mondo attuale, dall’invadenza della televisione alla fragilità della vita di coppia, dall’eugenetica all’inarrestabile legge del mercato, e conclude sempre che la “dittatura della trasparenza”, di cui in realtà l’ideologia naturista è soltanto una manifestazione tra molte altre, è oggi il grande nemico del pieno sviluppo individuale della persona e, quindi, del suo giungere a essere se stessa.

Molti anni fa ho sentito, oppure ho letto, non ricordo bene, che la persona che sa chi è, sa come vestire; chi non lo sa, invece, riesce soltanto a travestirsi.

Dopo aver letto il libro, penso al ragazzo uguale a tutti, alla ragazza uguale a tutte, che vanno in giro con i loro calzoni a vita bassa, una striscia di pancia e un’altra di biancheria intima (intima?) in mostra. Glielo posso dire che quello è una mancanza di rispetto per gli altri: è verissimo, ma poche volte lo capiranno. Adesso, dopo aver letto questo libro, penso invece che sono loro a voler dirmi qualcosa: “per favore, aiutaci a essere noi stessi!, anzi aiutaci a essere!”.

venerdì 22 agosto 2008

Poesía y distancia

Es espantoso cómo pasa el tiempo. Abro un libro que encuentro en un armario y me encuentro con una dedicatoria casi arqueológica: “Para Alfredo, con el aprecio sincero del autor, Vicente J. Ramírez. Roma, otoño 96”. El libro, Protegida soledad (Tropos, 1994), es un poemario.

Conocí a Vicente Ramírez, poeta y jurista colombiano, en Roma: había venido a hacer un doctorado en Filosofía del Derecho en la Universidad Salesiana; y, de paso, a conocer Europa y a aprender alemán. Tras unos años en esta parte del planeta, volvió a Colombia. Y allí, según luego me dijo alguna vez, dejó de escribir poesía, absorbido por la docencia en una universidad de Medellín o aledaños.

Es una lástima, porque algunos de aquellos poemas me parecían —me siguen pareciendo— prometedores.

Repetiría el universo
para que tú existieras
Recordaría todas las palabras
para encontrar tu nombre
Inventaría el amor
tan solo para amarte.

Recuerdo que, en aquel tiempo, le presté un libro: El hombre de Villa Tevere, de Pilar Urbano. Cuando me lo devolvió me dijo, a modo de elogio, que le había parecido un libro ofensivo: como lector, se había sentido interpelado, espoleado, por aquellas páginas.

Como autor, en cambio, supongo que se habrá sentido protegido por su propio libro de poesía. Hay libros que ofenden y libros que defienden.

Protegida soledad: un libro reencontrado de un amigo del que he perdido hasta la dirección de mail. ¡Qué bien le sienta ahora ese título!

venerdì 15 agosto 2008

Progreso y regreso

Por lo visto, Alianza lo había publicado ya en 1988, en La posada de las dos brujas y otros relatos, una recopilación de cuentos de Conrad. Yo, sin embargo, lo leí como libro a se en una edición que salió a la calle en 1993, en la colección Alianza Cien. Costaba cien pesetas.

Una avanzada del progreso, de Joseph Conrad (ofrezco link al texto completo: en inglés y en castellano), es un relato que se lee en un viaje en metro: en dos, como mucho. Pero luego uno puede acordarse de él años y años. Es lo que me ha pasado a mí. Por eso hace unos días volví a leerlo, esta vez en dos trayectos de autobús.

Kayerts y Carlier son dos blancos al frente de una factoría colonial situada a orillas de un gran río africano. Seguramente son belgas, por los apellidos, y el río, entonces, supongo que será el Congo, pero Conrad no lo dice.

Al contacto con “el salvajismo puro y sin mitigar”, la natural inquietud ante lo diferente se traducirá, en los espíritus de Kayerts y Carlier, en un pánico irracional, violento, autodestructor, en un salvajismo mucho más animalesco que ese otro salvajismo en bruto del hombre no civilizado.

Conrad formula la situación como ley general, porque lo es. Se cumple, por ejemplo, en algunas manadas de homínidos actuales que es posible observar a veces en los estadios, en las discotecas, etc.: tras ocupar un determinado espacio que reconocen como salvaje, se entregan frenéticamente al salvajismo.

En otros tiempos, el tubo de escape de la violencia, universalmente admitido, era la guerra, donde vale todo. En otros tiempos, sí..., pero también en los actuales. Esta semana ha habido guerra en un rincón de Europa: en ese Cáucaso que, irónicamente, proporciona un nombre técnico, científico, a la raza blanca.

Kayerts y Carlier, dice Conrad, “eran dos individuos perfectamente insignificantes e incapaces, cuya existencia era únicamente posible dentro de la compleja organización de las multitudes civilizadas (...): de la multitud que cree ciegamente en la fuerza irresistible de sus instituciones y de su moral, en el poder de su policía y de su opinión”.

Sustituyamos Kayerts y Carlier por Saakashvili y Putin. La frase conserva el sentido, ¿no?

venerdì 8 agosto 2008

El Dante de nuestro tiempo

El domingo murió, en Moscù, Alexander Solzhenitsyn. “El Dante de nuestro tiempo”, le ha llamado Bernard-Henri Lévy. No me parece exagerado.

Solzhenitsyn es, tópicamente, el hombre enfrentado al régimen soviético. Apenas terminada la guerra mundial, pasa once años en Siberia por haber criticado privadamente a Stalin. En 1970 la Academia Sueca le concede el premio Nobel, pero las autoridades no le dejan ir a retirarlo. En 1974, tras publicar en Francia Archipiélago Gulag, es desterrado.

A pesar de todo, me resisto a definirle anticomunista. En primer lugar, porque no me gustan los adjetivos que comienzan por “anti”. Y también porque no es sólo el comunismo lo que Solzhenitsyn tiene en su punto de mira. Si leemos honestamente su discurso de 1978 en Harvard, difícilmente nos sentiremos contentos con nuestro asquerosamente maravilloso mundo occidental.

Cristina Campo, buena conocedora no sólo de la literatura, sino también de la espiritualidad y de la liturgia rusas, confesaba en una entrevista en 1975, dos años antes de su muerte, que Solzhenitsyn era su escritor preferido: “¿Quién, si no, debería serlo hoy en día?... Solzhenitsyn es algo que te hace doblar las rodillas. Es el apóstol del mañana (la expresión no es mía): él, tan antiguo e inmemorial que parece un animal prehistórico. Basta su presencia en el mundo para cancelar de un plumazo el frenesí universal de tanto simio con electrodos en el cerebro, de tanto poseso enloquecido por obsesiones, terrores e imágenes que harían bajar la mirada, de vergüenza, a cualquier animal. Aparece Solzhenitsyn, con su rostro mortalmente serio, inmensamente casto, totalmente apasionado, y, sobre todo, libre del miedo contemporáneo de mostrarse así..., y de pronto, ¡oh!, se dice, ¡un hombre!”.

Cuando leí Un día en la vida de Ivan Denisovich, hace años, el comunismo era un hecho instalado, algo con lo que parecía que habría que contar por los siglos de los siglos. El hombre libre individual, el Ivan Denisovich de carne y espíritu que en su carne y en su espíritu padecía aquel sistema, no tenía nada que decir: una geopolítica sensible a sus exigencias no existía. Pero existía Solzhenitsyn, un profeta en línea de continuidad con gigantes como Tolstoi, Dostojewski o Eliot.

¿Hay alguien hoy que pueda tomarle el relevo? ¿Un profeta capaz de enfrentarse a todo y a todos, de oponerse, por ejemplo, a la atmósfera asfixiante de mediocridad moral y de antropocentrismo que Solzhenitsyn denunciaba en Occidente y a la que nadie parece querer sustraerse?

Yo un candidato lo tengo: Adam Zagajewski. De nuevo, un eslavo.

sabato 2 agosto 2008

Dostoevskij in Sardegna

Ho il debole per la Sardegna, un’isola che per alcuni anni ho frequentato assiduamente: un centinaio di volte l’avrò visitata (purtroppo, oppure per fortuna, mai da turista). In Sardegna ho tanti amici, tante persone che voglio bene... E, naturalmente, anche in campo letterario sono portato a fare il tifo per i prodotti sardi.

Alla letteratura, la Sardegna ha dato, per esempio, Grazia Deledda (1871-1936), una strana scrittrice di provincia promossa nel 1926 all’olimpo del Nobel. Di lei ho letto recentemente L’edera, romanzo che proprio quest’anno compie un secolo. Lo ripropone con oculato tempismo Il Maestrale, una casa editrice di Nuoro.

Canne al vento, forse il romanzo più conosciuto di Grazia Deledda, mi era piaciuto tanto, con quelle quattro sorelle in cui la Sardegna rurale, immobile, tragica..., prende corpo e voce. Quattro sorelle che è impossibile non vedere in continuità con i quattro figli di Fedor Karamazov, interamente, ossessivamente calati nel tremendo.

Anche L’edera è popolata di personaggi da accostare a quelli di Dostoevskij, a cominciare da Annesa, “l’edera” che non può avere altra vita se non quella degli esseri —talvolta disinteressati, talvolta meschini— a cui si trova attaccata. Il suo percorso richiama quello di Raskolnikov in Delitto e castigo. Originale mi sembra la risoluzione simmetrica della vicenda, con la redenzione di Annesa che si concretizza nel votarsi tutta a essere di sostegno per Paulu, l’antico padrone, diventato per prematura vecchiaia un rampicante senza possibilità di vita propria.

A me però fa impressione soprattutto il fondale di questa storia. Un paesaggio in cui l’uomo non è riuscito a dare un volto proprio alla creazione: “La chiesa, le stanze, la torre, d’una costruzione primitiva, di pietre rozze e di fango, avevano preso il colore cupo e rugginoso delle rocce circostanti”. Aggettivi come “primitivo”, “rozzo”, addirittura “preistorico”, compaiono in continuazione nelle pagine del romanzo.

È quella la Sardegna vera, naturalmente, non certo la Costa Smeralda.