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venerdì 31 maggio 2013

Juan XXIII, el cura bueno

El lunes se cumplen cincuenta años de la muerte del beato Juan XXIII. El papa bueno, lo llaman en Italia (“il papa buono”). Después de leer su Diario del alma (Ediciones San Pablo, 2008), pienso que sería más exacto llamarle “il prete buono”, el cura bueno.

El Diario del alma recoge las anotaciones espirituales que fue tomando Angelo Roncalli a lo largo de casi setenta años, desde su entrada en el seminario hasta su muerte, cuando ya no era Angelo Roncalli sino el papa Juan XXIII.
Roncalli nació en la provincia de Bergamo, en una familia cristiana, numerosa (trece hermanos) y pobre, que es como decir dos veces cristiana. Siendo ya seminarista, obtuvo una beca para estudiar en Roma, donde se ordenó. Pero sus padres, por falta de medios, no pudieron asistir a la ordenación.
En la santidad de Roncalli, aquella familia campesina puso la materia. La forma, aunque en su versión definitiva será el fruto de toda una vida de experiencias y de ejercicio de la voluntad (y, claramente, de gracia de Dios), queda plasmada decisivamente ya muy pronto, en los años del seminario.
Del Diario del alma hay en italiano una edición crítica preparada por Alberto Melloni, un historiador de la escuela de Alberigo, que proporciona datos luminosos sobre algo que en una edición corriente solo se intuye: la intensa espiritualidad con que se formaba a los sacerdotes hace cien años. ¡Qué pena que después hayamos bajado el listón! Ciertamente los tiempos han cambiado, el ambiente es distinto, hay exigencias que van en otra dirección, pero también es cierto que si en los pastores de la Iglesia no hay una fuerte espiritualidad, nosotros, los demás católicos, no vamos a pasar de mediocres corderitos bienintencionados.
Esa fuerte espiritualidad es común a Roncalli y a otras figuras sacerdotales de su tiempo, tanto en el planteamiento general como en muchas manifestaciones particulares. A mí, en concreto, me han impresionado los abundantes paralelismos entre el Diario del alma (y otros textos de Roncalli citados por Melloni) y los escritos de Josemaría Escrivá. Por ejemplo, ambos autores glosan con idéntico sentido expresiones bíblicas como “nunc coepi” (de un salmo, en versión preconciliar),“militia est vita hominis super terram”,del libro de Job, o “erat subditus illis”,del evangelio de Lucas; o paganas, como el “age quod agis” de Plauto. Ambos, al referirse a la pureza, suelen anteponerle el adjetivo “santa”, y ambos evitan hablar del vicio contrario, por considerarlo materia “más pegajosa que la pez”. Ambos viven un plan de devociones diarias muy parecido, desde el ofrecimiento de obras al levantarse hasta las tres avemarías de la pureza al acostarse.
Evidentemente, ambos beben en una misma fuente: un programa formativo que hace un siglo estaba vigente no solo en Bergamo y Roma, sino en toda Europa.
Aquellos sacerdotes santamente formados pertenecen a un pasado no demasiado lejano. Su influencia benéfica en gran número de almas debería mover a reflexión a quien pueda tomar cartas en el asunto.



domenica 15 luglio 2012

En el espejo del teatro

Un título como La barca sin pescador hace pensar enseguida en un libro confesional. En la imaginería católica, la barca es la Iglesia y el pescador por antonomasia es san Pedro. Si además nos dicen que en el libro el causante de que la barca esté vacía es el demonio, nos imaginaremos enseguida que La barca sin pescador es un ensayo polémico de tipo lefebvriano o algo por el estilo.

Naturalmente, no es un alegato lefebvriano lo que más me apetece comentar en esta sede. Y naturalmente, La barca sin pescador no lo es: es una obra de teatro de Alejandro Casona. Estrenada en 1945, fue uno de los grandes éxitos de Casona en Argentina, adonde había marchado tras la guerra de España. He visto una edición reciente en un volumen de pequeño formato (Edaf, 2009).

El teatro de Casona, dicen algunos, quiere ser poético, como el de García Lorca, pero solo es sentimental. La barca sin pescador demuestra, en cambio, que Casona es sentimental, pero también poético. De acuerdo, alguna vez hay notas falsas, incluso hay atisbos de cursilería, porque también Casona, como Homero (y como García Lorca, vamos a decirlo todo), de tanto en tanto dormita; pero el tono general de la obra, tanto por lo que hace a la palabra como a la acción escénica, me parece sugestivamente puro.

Sale el demonio, he dicho. Interesante personaje, que nadie sabe muy bien realmente cómo es. Casona lo representa con rasgos bastante humanos, y creo que hace bien. Hay un punto de Camino que me trae inmediatamente a la memoria al demonio de La barca sin pescador: “El mundo, el demonio y la carne son unos aventureros que, aprovechándose de la debilidad del salvaje que llevas dentro, quieren que, a cambio del pobre espejuelo de un placer —que nada vale—, les entregues el oro fino y las perlas y los brillantes y rubíes empapados en la sangre viva y redentora de tu Dios, que son el precio y el tesoro de tu eternidad”. El sacerdote y poeta Ibáñez Langlois glosa con entusiasmo en uno de sus libros esa hermosa metáfora de Escrivá de Balaguer, tan eficaz para expresar la triste realidad del pecado como estafa.

También el drama de Casona es una bella alegoría de esa verdad moral. Ricardo Jordán, el protagonista, la experimenta en su propia carne. Pero además nosotros, el público lector o espectador, si somos sinceros con nosotros mismos, la reconocemos también como algo propio: como la comedia de los actores de Elsinor, espejo de la vida, interpela a la madre y al tío de Hamlet, La barca sin pescador, igualmente imagen de nuestra vida, nos reclama, nos conmueve y nos hiere.

venerdì 31 luglio 2009

Cambio de casa

“Better pass boldly into that other world, in the full glory of some passion, than fade and wither dismally with age”. Es una de las citas más socorridas de la literatura del siglo XX: de Los muertos, el cuento más famoso de Joyce y el último del volumen Dublineses. En la traducción de Cabrera Infante: “Mejor pasar audaz al otro mundo en el apogeo de una pasión que marchitarse consumido funestamente por la vida”.

Ayer fue la misa de trigésimo de mi hermana Inés. Tras un año de lucha a brazo partido, un cáncer insidioso pero aparentemente no indomable (sólo la última semana la tuvo hospitalizada) se la llevó el 30 de junio. Tenía 44 años.

Curioso cómo ahora, viendo las cosas a posteriori, te das cuenta de que en el fondo te estabas preparando para esto. “No tiene buena pinta”, “hay que rezar”...: frases de este tipo nos intercambiábamos entre padres e hijos, entre hermanos, entre parientes, entre amigos, a pesar del optimismo en que iban envueltas siempre las noticias.

“Quizá sea la última vez que la vea”, le dije a Isa hace unos meses, poco antes de un breve viaje a Madrid. “¡No!, ¡qué dices!”, me respondió. Bueno, pues sí, fue la última vez que la vi con vida.

Se veía venir. Otra cosa es que no quisiéramos mirar. Se veía venir, y sin embargo el zarpazo de la ausencia duele.

Ha cambiado de casa, me ha dicho Enrico, un amigo. Ya. “Decía un alma ambiciosa de Dios: ¡por fortuna, los hombres no somos eternos!”. Son unas palabras de Josemaría Escrivá de Balaguer que seguramente consideró más de una vez en sus últimos días de vida (en ella el Opus Dei era parte sustancial de esa “passion in its full glory” que en cristiano se llama vocación).

Ha cambiado de casa... Bien, y yo en esa nueva casa, ¿quién soy para ella? ¿Qué estará contando de mí?, me pregunto. ¿Se acuerda de cuando le hice ir de una punta a otra de Madrid (ella vivía en Madrid) para recoger un papel absurdo, o bien de cuando, siendo niños, le ayudé a salir de una acequia en la que se había caído? Calculadora como era (en la universidad se había especializado en cálculo automático, y en eso trabajaba), seguro que ha sacado mi saldo.

Me da no sé qué mezclar su recuerdo con el de Joyce, pero he de reconocer que en esa frase de Los muertos hay una gran verdad que tiene que ver con ella.

venerdì 1 maggio 2009

Traduciendo a Emily

The Sea said «Come» to the Brook —
The Brook said «Let me grow» —
The Sea said «Then you will be a Sea —
I want a Brook — Come now»!

Muchos poemas de Emily Dickinson me han gustado, varios me he señalado para releer, algunos transcribí en su día en algún papel que luego tiré. Pero sólo uno me he aprendido de memoria: éste, el 1210.

Me familiaricé con él en un momento dramático, cuando el dolor de Carlo y Alessia por Ilario, que con un año y medio se les había muerto, estaba en carne viva. Por eso de las dos estrofas del poema me ha interesado sólo la primera. La segunda es menos intuitiva (The Sea said «Go» to the Sea — / The Sea said «I am he / You cherished» — «Learned Waters — / Wisdom is stale — to Me»).

El poema 1210, como todos —o casi— los de Emily Dickinson, trata de la muerte. “Todos los torrentes van al mar, pero el mar no se llena”, observa Qohelet con su característica reticencia. Es un dicho en el que seguramente Emily se inspiró. Josemaría Escrivá de Balaguer acaba su libro Es Cristo que pasa precisamente con esa cita, pero la pone en el consolador contexto de la misericordia de Dios. “Eres mar de inagotable misericordia: «los ríos van todos al mar y la mar no se llena»”, escribe justo antes del punto final.

El verano pasado leí una traducción de Silvina Ocampo de ese poema de Emily Dickinson: una traducción muy literal que me pareció que le quitaba gran parte de su efecto. En fin, que me he permitido hacer otra, limitada sólo a la primera estrofa.

La mía es ésta:

«Ven», oyó al mar el arroyo.
«He de crecer», respondió.
«Ven ahora», oyó de nuevo:
«Quiero un arroyo, no un mar».

Tampoco mata, de acuerdo. Pero es gratis.