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domenica 30 giugno 2013

Mia povera cara...

L’ultimo libro di Irène Némirovsky pubblicato da Adelphi è, mi sembra, I doni della vita, uscito dalle stampe lo scorso settembre.

Si tratta di una storia familiare, la storia degli Hardelot, scritta nel 1940 ma apparsa come libro soltanto nel 1947, cinque anni dopo la morte dell’autrice nel lager di Auschwitz. Il titolo originale, Les Biens de ce monde, non si corrisponde esattamente con quello italiano. Anzi, nel romanzo l’espressione “i doni della vita” compare in un contesto spirituale (l’amore che si dà, il bene che si fa agli altri…, sono questi i doni della vita) pesantemente contrapposto ai beni di questo mondo (cioè ai beni materiali, immagino). Infatti a quel punto della storia la guerra ha letteralmente annientato tutto ciò che gli Hardelot avevano, ma “i doni della vita” sono stati raccolti e messi al sicuro. Le parole con le quali la Némirovsky esprime questa idea (mangiare il pane, bere il vino, assaporare i frutti amari e dolci della terra) mi sembrano rivelatrici delle preoccupazioni religiose degli ultimi anni della sua vita.

Fa tenerezza vedere gli Hardelot, di generazione in generazione, rivolgersi alle loro mogli, quando si è già un po’ avanti negli anni, con l’espressione “Mia povera cara…”. Arriva sempre un momento in cui ognuno scopre con sorpresa che sta utilizzando quei termini, gli stessi che ha sentito al padre, tempo fa, quando si rivolgeva alla madre. Poveri gli Hardelot non sono, per la verità. Ma lo diventeranno. Come, nella vita reale, gli Epstein, cioè Irène Némirovsky e il marito Michel Epstein.

Sono quasi sicuro che Irène Némirovsky, che quando ha scritto I doni della vita aveva soltanto 37 anni, stava cominciando a sentire a Michel, in quei momenti drammatici per loro due (tra l’altro anche lui, a titolo di marito di una ebrea, morirà nei campi di sterminio), quella espressione sicuramente più adatta a persone più anziane: “Mia povera cara…”.

sabato 31 dicembre 2011

El libro del año

No se me habría ocurrido nunca escoger un “libro del año”, a modo de óscar del reducido ámbito de mis lecturas. Pero esta vez da la casualidad de que cuando el año está para terminar he leído un libro que en España ha sido publicado en 2011 y que me ha parecido tan bueno que merecía un premio de ese tipo. Me refiero a Los perros y los lobos, el último título de Irène Némirovsky que la editorial Salamandra ha puesto en las librerías.
En la portada vemos a una mujer rubia y de ojos claros que nos mira distendidamente. Desde luego, no es Ada Sinner, la protagonista de la novela. Es, supongo, Laurence, la mujer de Harry Sinner, el primo de Ada. Laurence es francesa y católica; Ada, en cambio, es una judía ucraniana que ha llegado a París de niña y a la que la revolución rusa ha alejado para siempre de su patria. Para ver el retrato de Ada no tenemos que mirar la portada, sino la solapa anterior, donde encontramos una foto de una mujer de pelo y ojos oscuros: Irène Némirovsky, la propia autora de la novela. Los perros y los lobos, en efecto, es seguramente su obra más autobiográfica.

Se trata de una obra de madurez: la madurez que tenía Irène Némirovsky a los 37 años, en 1940, cuando publicó la novela (moriría solo dos años más tarde, en Auschwitz). La acción, quizá con la excepción de los primeros capítulos, los de la infancia en Ucrania, está llevada con un ritmo ágil y con un sabio manejo de la situación dramática, como un río caudaloso y veloz que sabe perfectamente qué meandros va a encontrar en el camino y a qué mar le van a conducir.

El lenguaje es delicado y profundo, rico en matices y en carga simbólica. El título me hace suponer que Irène Némirovsky había leído a Jack London. Perro y lobo son los dos distintos modos de ser de la familia Sinner: el de quienes —como Colmillo Blanco, el protagonista de la novela homónima de London— se han “civilizado” y el de quienes permanecen fuera del sistema (al margen y por debajo). Son todos muy parecidos, son todos judíos…, pero cada cual tiene su destino.

En el último capítulo de la novela yo intuyo también una cierta clave de lectura teológica que quizá estos días el calendario, por lo de la Navidad, me ha facilitado reconocer. Solo diré que en 1939, el año anterior a la publicación de este libro, Irène Némirovsky se había convertido al catolicismo, sin dejar por eso de sentirse judía.