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domenica 24 febbraio 2013

Persona secondo Simone Weil

Negli ultimi mesi di vita, Simone Weil (1909-1943), approdata a Londra, ha scritto, per incarico del governo della Francia Libera, alcuni saggi con proposte teoriche per l’assetto ideologico e morale del futuro stato francese. La persona e il sacro, che Adelphi ha pubblicato pochi mesi fa in italiano come opuscolo autonomo, sottraendolo alla raccolta canonica degli Écrits de Londres, è uno di questi testi.

Come al solito, Simone Weil è affascinante. E come al solito, diciamolo pure, anche Adelphi fa egregiamente la sua parte: lascia parlare l’autore, senza introduzioni che possano condizionare la lettura, con soltanto, alla fine, alcune note —senza rimandi nel testo, che sarebbero irrispettosi con l’autore— e un commento firmato da un esperto (in questo caso, Giancarlo Gaeta) per chi, una volta letto il libro, vuole chiarimenti e approfondimenti.

“In ogni uomo vi è qualcosa di sacro. Ma non è la sua persona. E neppure la persona umana. È semplicemente lui, quell’uomo”, scrive Simone Weil. Il sacro è, per lei, il bello e il vero. Di fronte a ciò, la persona ha un’importanza secondaria. E lo stesso vale per altri valori che riteniamo (erroneamente, secondo lei) una sorta di fari intangibili della storia, come i diritti umani o la democrazia. Persona, diritto, democrazia…, non vanno assolutizzati, dice la Weil, sono concetti intermedi, si trovano a metà strada tra la forza bruta e il sacro.

L’errore, il peccato, appartengono alla persona. La perfezione invece è impersonale. C’è, in queste idee di Simone Weil, il suo platonismo e il suo interesse per la matematica. Ma c’è anche, molto forte, la sua spinta al misticismo: «tutti gli sforzi dei mistici hanno sempre mirato che nella loro anima non vi fosse più neppure una parte che dicesse “io”», tiene a ricordarci.

E ciò richiama ancora la distinzione tra la parte nobile e la parte mediocre, curvata su se stessa, dell’anima, un altro elemento fondante del sistema di Simone Weil che puntualmente si fa vivo, con luminosa coerenza di pensiero, anche qui.

È una tesi, questa della persona come valore secondario nei confronti del sacro, sulla quale non oserei pronunciarmi: non sono neanche sicuro che il concetto di persona con il quale si confronta  Simone Weil trovi d’accordo tutti i pensatori che sulla persona hanno scritto pagine rilevanti (Boezio, Maritain, Buber…). Eppure è una tesi suggestiva. È senz’altro provocatoria, e non sempre le cose provocatorie sono da diffidare.

sabato 15 dicembre 2012

¡Demonios!

En este año consagrado como Año de la Fe, proponer la lectura de La fe de los demonios, de Fabrice Hadjadj (Nuevo Inicio, 2011), no es una provocación: simplemente, hasta ahora no lo había leído y no había podido recomendarlo.

La fe de los demonios parte de la constatación de que los demonios, por malos que sean, creen en Dios: “También los demonios creen”, se lee en la Biblia a propósito de la necesidad de las obras para la salvación.

Hadjadj, converso, no solo cree en Dios: evidentemente, también cree en los demonios. Como esto no es algo demasiado común, aclaro que también la Iglesia cree en ellos (véanse, en el Catecismo de la Iglesia Católica, los puntos 391 y siguientes). Hadjadj se los toma muy en serio, lo que no está reñido con el buen humor. También cosas tan tremendas como el combate entre ángeles y demonios del que cada alma es objeto se pueden tratar con socarronería: “Si viéramos en frente de nosotros”, escribe Hadjadj, “lo que se trama por encima de la permanente de una portera quedaríamos mucho más sobrecogidos que por la mayor superproducción de Hollywood”.

Fabrice Hadjadj, brillante, todavía joven, es un Maritain del siglo XXI. Lástima que a veces le traicione un gusto excesivo por la paradoja. Por ejemplo, su discurso sobre la fe de los demonios incluye la crítica de ciertos creyentes muy seguros de sí mismos, pero esa crítica puede resultar en ocasiones un tanto maximalista: “Entonar «Creo en Dios» sin abandonarse a Dios personalmente, sin ofrecerse por entero, como el ruiseñor que pone todo su pequeño ser en cantar sus trinos durante la noche, es correr el riesgo de la más grave falsedad”, dice. De acuerdo, pero ¿quién puede decir honestamente que se ha ofrecido “por entero”, que realmente se ha abandonado del todo en Dios? En vez de imponer el logro de esas metas so pena de incurrir en “la más grave falsedad”, ¿no sería más realista animar a esforzarse, a bregar por alcanzarlas?

El libro toca muchos temas. Es interesante, por ejemplo, la reflexión sobre la aversión de los demonios, espíritus puros, a la fisicidad, en contraposición con el apoyo que parece buscar siempre la gracia en lo material. En relación con la inevitable figura del “cura gordo” que administra los sacramentos, Hadjadj advierte juiciosamente sobre los límites de lo virtual y, más en general, de los medios de comunicación de masas: “esos medios pesados, superiores cuando se trata de vender una mercancía, son inferiores cuando se trata del testimonio de la fe”. Paradójicamente, dice Hadjadj, es en el orden espiritual donde más importancia tiene la presencia física.


La fe de los demonios termina con un estimulante apartado final, «Que se cante el Credo» (pp. 271-274): lo aconsejo, especialmente en este Año de la Fe, como introducción al Credo (no a su contenido, sino a su espíritu). Ahí los demonios han desaparecido: ahí somos nosotros, pobres criaturas de carne y hueso, quienes nos confrontamos con la fe.