venerdì 26 ottobre 2007

Una novela de Ricarda Huch

El día 31 comienza la exposición de los 100 pittori di via Margutta, cita fija con la bohemia organizada que dos veces al año, a caballo entre abril y mayo y entre octubre y noviembre, convierte la romana Via Margutta en una gran galería de arte. Entre ese centenar de artistas hay una mujer singularmente dotada que suele exponer óleos de paisajes urbanos pintados no con pinceles, sino sólo con espátula.
La señora de la foto no es ella, sino Ricarda Huch (1864-1947), una escritora alemana por la que Thomas Mann sentía, más que admiración, verdadera devoción. Fue una heroína en la misógina sociedad bismarckiana. Para abrirse paso en la vida tuvo que estudiar por libre (la universidad no admitía a mujeres) y recurrir, en sus primeras obras, a seudónimos masculinos como Richard Hugo o R.I. Carda.
Ricarda Huch es la autora de El último verano (Ediciones B, 2001), novela de notable penetración psicológica y a la vez tremendamente divertida. Añadiría aún otro adjetivo: breve. Porque en este caso, ciertamente, la brevedad hace a la novela dos veces buena.
La acción se sitúa en la Rusia anterior a 1917: un revolucionario ha conseguido entrar, como secretario, en la casa del gobernador, a quien tiene la oculta intención de matar. Pero la novela está construida, sobre todo, con las voces de otras figuras: la mujer del gobernador, el hijo, las dos románticas hijas, la madre de un condenado a muerte... Voces, sí, porque, desde su comienzo hasta su perfecto final, El último verano es un encadenamiento de voces: concretamente, una sucesión de cartas escritas o recibidas por los distintos personajes.
La técnica de la novela epistolar no es fácil, y el hecho de que Goethe escribiera Werther a los 25 años es sólo una confirmación de la excepcionalidad de su genio. Una novela epistolar a varias voces, como ésta, tiene que ser algo mucho más difícil todavía, igual que la composición de una sinfonía es cosa bastante más ardua que la de una sonata. Ricarda Huch, sin embargo, sale bien parada de la prueba. Su magistral capacidad de hacer avanzar la acción con un instrumento comunicativo de operatividad aparentemente tan limitada, en teoría mucho más adecuado para otros fines, es la demostración de su extraordinario talento: como el de quien, sin perder en figuración y ganando en expresividad, es capaz de usar la tapa de un piano como pista de baile o una espátula como pincel.

venerdì 19 ottobre 2007

Atención a Cristina Campo

La poeta y ensayista Cristina Campo (1923-1977) es conocida sobre todo por Gli imperdonabili, la primera recopilación de su obra en prosa. Publicado en 1987, diez años después de su muerte, Gli imperdonabili fue muy pronto traducido al francés y al alemán. Era desconocido hasta ahora, sin embargo, para el lector español. Subsana en parte esa carencia el volumen La nuez de oro y otros ensayos (Selecciones de Amadeo Mandarino, 2006), que reúne cinco textos de la escritora italiana: concretamente, cinco ensayos que la revista argentina Sur publicó en castellano en los años sesenta.
Los temas de Cristina Campo son muchos, pero a la vez es uno solo, aunque su pluma suelta y sugerente lo descomponga en infinitas facetas. Su tema es la poesía como lectura del mundo, el rostro como espejo del destino, la liturgia como epifanía del misterio... Su tema, encarado por distintas vertientes, es la forma como condición del contenido: en una palabra, su tema es la belleza, esa belleza sustantiva de la que Dostoievski afirmaba —con frase que a Cristina Campo le gustaba repetir— que salvará la tierra.
Entre los ensayos recogidos en este libro se encuentra, por ejemplo, “Atención y poesía”, brillante declaración de principios de una poética rehumanizada. En su día fue traducido por María Zambrano, amiga de la autora.
Admiradora de Simone Weil y Hofmannsthal, de quienes repropone el magisterio con fascinante originalidad, Cristina Campo es una escritora deliberadamente marginal. Con una marginalidad que se puede calificar de aristocrática: con la marginalidad no de lo “underground”, sino de lo sublime.
Marginal era Cristina Campo, sobre todo, en su época, una época quizá de más prejuicios literarios que la actual.
Roberto Calasso, que la frecuentó en su juventud y que después se ha convertido en su principal editor, la presentaba, poco después de su muerte, como “una escritora que ha dejado la estela de unas pocas páginas imperdonablemente perfectas, totalmente extrañas a una sociedad literaria que no tenía ojos para leerlas. Esas páginas, sin embargo, encontrarán un día sus lectores. Y entonces aparecerán como una sorpresa verdaderamente desconcertante”.

venerdì 12 ottobre 2007

Leyendo el Quijote

En un lugar de mi casa, de cuyo nombre no quiero ni acordarme, no ha mucho tiempo que vivía mi enjuta y desatinada persona..., la cual, rematado ya su juicio, vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo, y fue que le pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra como para el servicio de su república..., abrir un blog.

Sí, estoy leyendo el Quijote: supongo que se nota. Y la verdad: pensaba que me iba a enganchar más... El hecho cierto es que llevo 150 páginas en la venta de Maritornes, con una ristra interminable de historias churriguerescas que no hay cristiano que resista: que si Cardenio y Luscinda, que si el cautivo y la mora Zoraida...

He tomado nota de una curiosidad: la frase más larga que recuerdo haber visto en una novela normal, en una novela digamos no experimental. ¿Alguien se ha encontrado alguna vez con una frase de más de 300 palabras? Pues bien, 307 tiene, en el capítulo 36 de la primera parte del Quijote, la que va desde “Pero a esta sazón acudieron los amigos de don Fernando...” hasta “...cuando se cumplen las fuertes leyes del gusto, como en ello no intervenga pecado, no debe de ser culpado el que las sigue”. Quien quiera, puede comprobarlo en la fuente. Como dato de referencia, este post (21 oraciones) tiene 356 palabras.

Leo en un libro titulado La cocina de la escritura, de Daniel Cassany, que en Francia se ha pasado de un promedio de 74 palabras por frase en los tiempos de Descartes a 15 en los Jean Giono. Vale. Supongo que luego ha llegado la televisión y hemos pasado a menos de 5, que es la retentiva máxima del homo videns. Yo, por ejemplo, confieso que me siento cómodo con frases de tres, cuatro palabras:

-“¿Por qué no dices algo?”
-“¿Qué demonios quieres que diga?”
-“¿En qué piensas?”
-“En nada.”
-“¡Entonces deja de morderte las uñas!”
(Scott Fitzgerald, Hermosos y malditos).

Sí, es lo que me gusta, lo que me provoca. Pero de momento sigo enfrascado con el Quijote.